Thursday, December 27, 2007

desapego

Tenés que elegir, me dijo, o ella o yo. Me dijo también que el amor es efímero, que el dolor se atenúa pero no desaparece, que el sexo es casi una gran mentira y que los amigos se van. Yo no pensaba eso, al contrario. Para mí el amor era el sustento real de mi vida, el dolor atenuado poco a poco desaparecía, el sexo la única verdad tangible y los amigos se quedaban, al menos hasta ese momento había sido así. Yo le dije que no podía elegir, y era verdad. Le dije que era como elegir entre mis piernas y mis brazos, entre mis ojos y mi boca, entre la pizza con cerveza y el asado con vino tinto. No podía. Ante la insistencia y ante algunas lágrimas que me conmovieron, opté por desaparecer un poco. Me fui lejos, no me acuerdo bien adonde, a algún lugar en el que no me encontraran. Yo creo también que aunque no podía elegir, y eso es verdad, ya había elegido. Sin querer y sin poder, ya había elegido. Mi elección no era sabia, no era meditada, no era conveniente, mi elección se había forjado incluso por sobre mi mismo, por sobre mis propios valores y deseos, por sobre mi propia voluntad.
"O ella o yo". ¿Ella o ella? Ellas o yo.
Después de un tiempo Paula me dijo que se había hartado y que me dejaba. Y Carla me dijo lo mismo. Se habían cansado y me dejaban, las dos. Me quedé solo, pero no me desesperé. Yo soy un hombre de carácter templado, raramente me desespero, y ciertamente no me desespera la soledad.
En ese momento de mi vida las cosas estaban más o menos encaminadas y me pude dar el lujo de volver a desaparecer. Me fui, ruta tres, bicicleta y carpa, para irme más lejos de lo que ya estaba. Al final, ninguna. Tal vez esa era la respuesta. Tal vez esa era mi elección.
Estuve viajando por la ruta tres al menos cuatro o cinco meses. Perdí un poco la cuenta, no tengo muchas referencias más que el clima. Cuando salí hacía frío, cuando volví, calor. Pocas lluvias por el sur, poca agua. Mucha gente. Conocí a otras mujeres y me enamoré de dos o tres, pero las iba dejando en el camino porque quería seguir pensando. No acepté distracciones, o al menos no más que las indispensables. Amores de dos o tres días está bien. Me gusta amar a las mujeres que amo, me gusta enamorarme. De un hombre no, nunca me enamoré. Alguna vez pensé que estaba enamorado de alguno, pero después me di cuenta de que no era amor, tal vez admiración e idolatría. El amor es distinto. Además nunca sentí ganas de besar a un hombre. No me gustan.
Tuve algunos amigos. Pero también los fui dejando en el camino, porque de una u otra manera me distraían. Me distraían con su silencio, con su camaradería y, sobre todo, con su comprensión. Al fin y al cabo yo no quiero que me comprendan. No ando buscando consuelo por el mundo. La vida es así, y así hay que vivirla. Que alguien se fraternice con uno no ayuda en nada. Las miradas cómplices me molestan un poco. Si algo tengo de bueno, creo, es que no le temo a la muerte. Me importa poco y nada lo que pase después, no tengo alma, mi presente es hoy y es mi cuerpo, es ahora, mañana no existe y ayer ya pasó, si me muero y soy polvo y no soy nada, nunca me voy a enterar. Tampoco me importa la muerte de los otros. No me apego a las personas ni a las cosas, hoy están, mañana ¿quién sabe?, no puedo extrañar a un muerto, es algo sin sentido, querer un imposible, anhelar una luna que no solo es lejana, también es de otro.
Durante el viaje no pensé demasiado, a pesar de que había tomado todas las precauciones para poder hacerlo. Más disfrutaba el paisaje y el frío y el calor y el dolor de las piernas cansadas, que pensaba en todo lo que había tenido y perdido. En algún momento llegué a olvidarme de por qué me había ido. Ese fue un momento lindo. Lo disfruté mientras duró y, cuando volví a acordarme de mis penas, no lo anhelé tampoco a él. Mis penas no eran tales, eran vagos recuerdos de algún pequeño malestar, más malestar por incomodidad que por otra cosa. Por eso me gusta estar solo, estoy más cómodo conmigo mismo que con cualquier otra persona. No tengo esa necesidad que tienen algunos de andar compartiendo ideas y pensamientos, no quiero transmitir nada a nadie y menos recibir lo que otros quieren transmitirme. Estoy solo, soy feliz. Esa es mi realidad.
Después volví. Ese fue otro momento lindo. Siempre es lindo volver, reencontrarse con lugares y con cosas que no extrañábamos, pero recordábamos. Al final no supe cual había sido mi elección, ya habían elegido por mí, como sucede casi siempre. Nos creemos dueños de nuestra vida y de nuestros actos, pero no es así. Yo acepté mi destino, como lo sigo aceptando hoy en día. Soy feliz, o al menos no soy infeliz, que es lo mismo que ser feliz. Anhelo de vez en cuando, eso sí, la soledad de la ruta y el silencio. Pero en cualquier momento me escapo de nuevo, y esta vez, ¿quién sabe?, tal vez sea para siempre.

Wednesday, October 17, 2007

paréntesis- de papá para Alfonsina.

Alfonsina.


Es tu cara de nuevo
(mi travesura)
Es tu risa en su cara
y mi alegría
Es mi hija y mis hijos
y mi camino
Una bella poesía
que yo no escribí
pero es mi tinta
y mi destino
Es otra luz
más joven y fuerte
que yo mismo encendí.
Es otro premio
es mi raíz
es mi vida que sigue.


Julio C. Sofía.
13/01/ 2006.

Sunday, October 14, 2007

cínico

Hasta el último día, hasta el último minuto, sostuvo la mentira. De todas formas creo que le gané, porque yo le sigo creyendo y entonces la mentira no puede afectarme. Se fingió muerto y todo, y solo para hacerme mal. Pero yo lo creí muerto. La realidad puede ser triste, pero es inmodificable, no nos queda más remedio que aceptarla. El dolor de la mentira se siente al saberse la verdad, yo finjo no saberla, y la mentira no me afecta, porque no existe.

Wednesday, October 10, 2007

duda

Iba caminando por una calle... no, no, pará... no era una calle. Un río, un río negro, pero si era un río no podía ir caminando, pero bueno, no importa, porque era un río y porque iba caminando, cuando de repente el río se dividía en dos y yo tenía que elegir un camino, pero por uno me iba a hundir y por el otro llegaba indefectiblemente ahí, al hospital, a la cama blanca y a sus ojos semi cerrados y a su boca semi abierta y al dolor de la muerte y al frío de la ausencia, entonces no podía elegir que camino seguir, no podía, ¿entendés? no podía, y me pareció ver un barco que venía por alguno de los dos caminos, o brazos del río, o lo que sea que hubiese sido eso por lo que yo iba caminando, pero no era un barco. Era una nube, una nube vista desde arriba, desde el avión, una nube que parecía de algodón con el sol reflejándose en ella y me daban ganas de subirme, porque además yo sentía que iba a poder subirme, y estiraba los brazos y las piernas, una sensación desesperante, quería salvarme, subirme, ¡salvarme! Pero no pude, no me pude subir porque no era algodón, no me podía subir a la nube, era una ilusión y nada más, una ilusión de salvarme. Y el diálogo no sé con quién fue porque no había nadie, o por lo menos yo no había visto a nadie, pero era más o menos así: "¿Por qué yo no puedo subirme a la nube?", "¿Y para qué querés subirte?", "¡Para salvarme!", "Será, entonces, que no tenés que salvarte de nada".

Saturday, September 15, 2007

aburrimiento

La noche fresca de un verano que se estaba extinguiendo, perfumada con aromas de comida y de tabaco que salían de las casas vecinas entraba por la ventana semiabierta de la habitación del hotel. Blas leía un libro que no le interesaba mucho y se distraía frecuentemente pensando en cosas que no eran importantes.
"Las vacaciones más aburridas de mi vida", se decía a si mismo. Estaba exagerando, había tenido otras vacaciones en su infancia, siestas eternas escuchando las chicharras mientras los grandes dormían y tenía que esperar para ir al río, siglos de espera empapado de sudor y sofocado por un aire pesado y húmedo. Pero ahora piensa eso, que las vacaciones de la infancia no eran aburridas, y que estas sí lo son. La memoria es traicionera, y el aburrimiento puede ser peligroso.
Piensa que sería mejor salir del hotel. Es sábado, son las nueve o diez de la noche, tal vez dar una vuelta por la ciudad lo ayude a despejarse, recorrer el incierto camino de la noche, salir y no saber a dónde ir, ni a qué hora volver, caminar errante bajo el cielo de la ciudad europea en la que está, que puede ser Amsterdam o Londres, en todo caso es una ciudad distinta a su ciudad natal, una ciudad con río pero no río de jugar, no río con playa y arena, sino río con puentes y luces y edificios pintorescos que lo rodean. Una ciudad en la que los sonidos no le pertenecen, los murmullos de la gente que pasa caminando a su lado son vagos y huecos, idioma diferente, personas diferentes, estrellas diferentes.
Pensaba que había hecho mal en ir ahí. Le habían insistido sus amigos y su novia, estaba estresado, le decían, necesitaba cambiar de aire y distraerse un poco. Pero él no quería distraerse, estaba aprovechando uno de sus mejores momentos creativos, se sentía poseído por alguna musa que lo empujaba a escribir y escribir y leía luego sus escritos maravillado, como si fueran de otro, admirado de si mismo.
No había dicho que no ante la insistencia de los otros. Le reservaron un hotel y le compraron el pasaje de avión, y él armó una pequeña valijita, saludó a Clara en el aeropuerto y no se planteó nada.
"Puedo escribir allá", pensó. Pero no podía. La habitación del hotel le parecía fría, con la luz muy blanca y las paredes muy vacías, echaba de menos su biblioteca y su lámpara de mesa.
"Me cago en Clara", pensó. Clara no tenía la culpa de que él estuviera ahí, pero en cierta manera era responsable porque había insistido demasiado. Además, siempre encontraba un motivo para cagarse en ella.
Dejó el libro sobre la mesita y se marchó.
Una vez afuera se sintió mejor, el aire en la cara y la luz tenue de la luna lo hicieron escapar por un momento del presente, olvidar el aburrimiento. Caminó por calles angostas y sinuosas, mirando distraidamente a la gente y a los autos que pasaban. Le gustaban las ciudades. No soportaba el silencio del campo, el silencio de la noche en el campo. Cuando era chico solía disfrutarlo, largas noches mirando la oscuridad total, pensando en el Universo, que estaba ahí y él no podía descifrarlo. Luego conoció las ciudades y los ruidos le gustaron más que aquel silencio. Al principio, de tanto en tanto, volvía a necesitarlo, y se iba algún fin de semana por ahí, casi siempre con Clara. Pero luego comenzó a no soportarlo, ya no podía pasar una noche estéril mirando las estrellas, quería estar activo para sentirse vivo, la paz y la calma lo aburrían, el aburrimiento lo apabullaba. Odiaba aburrirse.
Mientras caminaba encontró en una calle bastante transitada un bar chiquito, oscuro. Le recordó a un bar de Buenos Aires, o de Córdoba. Con música de fondo y con hombres solos tomando cerveza apoyados en la barra, y con mujeres feas y ordinarias que pululaban por ahí intentando llamar la atención de alguno. La mayoría de las veces lo lograban, y se sentaban en alguna mesa a tomar algo.
Entró en ese bar y se buscó un rincón en la barra, alejado un poco de la puerta pero desde donde pudiera ver la calle. Pidió una cerveza y mientras se la servían, una mujer con el pelo teñido de rubio y los labios pintados de violeta se le sentó al lado y comenzó a hablarle.
Era fea, pero su voz era agradable y le contaba anécdotas divertidas, así que le ofreció una cerveza y se quedó charlando con ella.
"Mi problema es el aburrimiento", dijo él un poco en broma. Ella lo miró con ojos de vaca y le dijo que eso no era un problema, que había muchas formas de no aburrirse y que no era necesario andar tanto para encontrarlas.
Él se rió, pero pensó que la mujer no entendía nada. Siguieron hablando un rato y tomando cerveza, ya no recordaba cuantas había tomado ni desde que hora estaba en ese bar. Al fondo de la barra se veía una puertita de madera, y hacia allí se dirigió tambaleante, pensando que iba a encontrar un baño. En vez de eso, había un pequeño patio con una mesa, en la que estaba sentado un viejo que tomaba algo en un vaso grande. Blas lo miró un instante y enseguida dio la vuelta y se fue para un rincón, intentando alejarse lo más posible del viejo, que no era tanto porque el patio era muy chico. Se dobló sobre sus rodillas y vomitó, mucho y haciendo mucho ruido.
El viejo desde la mesa lo miraba, y una sonrisa irónica se le escapaba de los labios. Cuando pudo incorporarse Blas se dirigió al viejo que le hizo un gesto de sentarse en la silla vacía que tenía a su lado. "No es tan viejo", pensó. Tendría unos cuarenta y nueve años, o cincuenta. El pelo entre rubio y blanco, la barba igual. Las manos grandes y callosas, los ojos claros. El viejo le hablaba en un idioma que Blas no conocía, y se sentía como en un sueño. Lo miraba y lo escuchaba, pero todo parecía estar sucediendo en otro tiempo, o en otra realidad. Luego de un intervalo de tiempo que no hubiera podido precisar con exactitud, vio aparecer por la puerta de madera a la rubia con la que había estado hablando en la barra. La rubia hablaba inglés, y se sentó con ellos y empezó a hablar con el viejo. "Por lo menos ahora entiendo", pensaba Blas, pero no los estaba escuchando. La sensación de que algo iba a pasar no lo dejaba concentrarse. "Esto es muy aburrido", pensaba, "no puede ser real". La realidad es a veces aburrida, y esa era una idea que no podía soportar. Estaba borracho y le hubiera gustado estar drogado, pero más le hubiera gustado todavía que algo lo sacara de ese estado de aburrimiento eterno en el que se encontraba esa noche. "Vacaciones de mierda, me cago en Clara", pensó otra vez.
De repente se dio cuenta de que arriba de la mesa estaban el viejo y la rubia desnudos cogiendo. Los miró extrañado, los cuerpos feos le causaban cierta repulsión, y a la vez se sentía atraído por la escena. Nunca había visto coger a otros en vivo. Miraba con detenimiento las caras, y oía los gemidos, y más todavía le parecía que estaba soñando. La rubia se agarraba con fuerza de los hombros del viejo, como queriendo atraerlo más hacia su cuerpo, y al viejo parecía gustarle porque cerraba los ojos y entreabría la boca, bufando como un toro.
Trató de recordar la cara de Clara mientras cogían, pero no la recordaba. Se dio cuenta de que nunca la miraba, nunca la había visto. Clara era linda y le gustaba, o por lo menos eso había pensado siempre, y ahora notaba que nunca se había fijado en su cara cuando hacían el amor. No sabría decir si cerraba los ojos, si abría la boca, si torcía el cuello para atrás, si se mordía los labios, nada. Miraba a la rubia que hacía todo tipo de morisquetas y trataba de encajarlas en la cara de Clara, pero no encajaban. Esos labios gruesos y violetas no encajaban.
Sintió un gran deseo de irse. No estaba excitado, mas bien asqueado. Los ruidos y movimientos que tanto conocía le resultaban extraños y salvajes, pero de un salvaje feo y animal, de un salvaje que le daba asco y más ganas de vomitar. Como si en vez de ver a dos personas cogiendo estuviera mirando como mataban y torturaban a alguien, como si en vez de olor a sexo hubiera olor a sangre, como si en vez de gemidos de placer fueran gritos de dolor y sufrimiento.
Se paró medio tambaleante todavía y se terminó de un trago lo que había en el vaso del viejo, que le pareció que era whisky, pero no estaba seguro.
Todavía borracho y todavía aburrido, salió para la calle. "Me cago en Clara", volvió a pensar, mientras se dirigía de vuelta al hotel, y pensaba amargamente en cual sería la razón ("la puta razón", fue su pensamiento) por la que las cosas interesantes parecían pasarle solamente a los demás.

Sunday, September 09, 2007

ganas de escribir

Resulta que me dieron ganas de escribir. Cualquiera podría pensar que ese es motivo suficiente para sentarme a escribir algo, pero no, no lo es.
Las ganas de escribir son apenas el primer estìmulo, que debe necesariamente ser secundado por muchos factores, la mayoría de ellos casuales y aleatorios, los que definiràn luego si las ganas se plasman o no se plasman en algún escrito inútil.
Por ejemplo ahora, mientras escribo, un ruido insoportable como de turbina, que no logro identificar de dónde viene, hace que las ganas de escribir desaparezcan. No me puedo concentrar en lo que pienso y por eso es muy probable que además de inútil, este escrito sea incoherente. Pero persisto en mi actitud de escribiente porque no me gusta dejarme abatir por razones aleatorias. En este caso la decisión está tomada, y así será.
Lo que falta, y ese es un factor fundamental, es la idea. Las ganas de escribir necesitan del vector "idea" para plasmarse con éxito, sin él, no se llegará a ningún final feliz. O sea que ya carezco de dos cosas importantes: la idea y la concentración. Tal vez debería ir resignando mis ganas y dejarlas para otra oportunidad más adecuada. Tal vez es hora de aprender que aquella famosa canción infantil "si tu tienes muchas ganas de aplaudir, si tu tienes muchas ganas de aplaudir, si tu tienes la razón, y no hay oposiciòn, no te quedes con las ganas de aplaudir" no siempre se puede aplicar a la vida misma. Tal vez es mejor que vaya cerrando esto y aparezca dentro de algún tiempito, cuando las ganas vengan acompañandas.

Friday, August 17, 2007

insatisfecho

Subías la montaña cuando viste el lago y te tiraste por la ladera rodando hasta llegar a la orilla y miraste el fondo y estabas por saltar para agarrar una piedra cuando tus ojos se desviaron un segundo y viste el árbol del otro lado y saltaste y diste giros en el aire hasta llegar al pie del árbol y querías empezar a treparte cuando sin querer giraste la cabeza y viste la tranquera allá a lo lejos y te arrastraste por el suelo para tocarla e intentar abrirla pero volviste a ver la cima de la montaña y deseaste profundamente no haberte ido nunca de ahí.

Tuesday, July 31, 2007

envidia

Sentado en el banquito de madera miraba por la ventana y trataba de imaginarse afuera. Pero hacía mucho frío, y sus manos aferradas a la taza de café se negaban a hacer el ademán que tenían que hacer para que se levantara y saliera de una vez por todas.
Serían las cinco de la mañana, y ya empezaba a aclarar. Un tero por ahí, alguna vaca por allá, el frío y el perfume que tanto amaba de los eucaliptos de atrás de la casa iban a ser su única compañía del día, como todos los días, tal vez para siempre.
A veces se preguntaba, ¿cómo sería no estar solo? Vivir con alguien, tal vez con hijos, tener con quién comentar la fría mañana y el amargo café. De todos modos, no era hombre de muchas palabras. Una compañía a la corta o a la larga lo hubiera disturbado, porque él prefería el inmenso silencio, la inmensa soledad, a las pequeñas charlas cotidianas.
Podríamos contar historias inverosímiles o demasiado reales acerca de él. Por ejemplo, que tuvo una familia, una mujer e hijos, pero que la fatalidad quiso que los perdiera, y por eso hoy está solo. O que siendo un niño muy pequeño sufrió grandes tormentos o tuvo un padre violento o una madre borracha, y por eso luego no quiso formar una familia, para evitar a sus posibles hijos un sufrimiento que le haría revivir el propio. Tal vez alguna de estas historias sí sea cierta, o mejor dicho, también sea cierta, pero la verdad más cruda, esa que está a primera vista, esa con la que nos topamos cuando lo miramos, es que está solo porque le gusta. Luego sí, podríamos escarbar en esos gustos y tratar de buscarles un por qué, pero eso sería ya hilar muy fino y meternos en caminos muy sinuosos que no queremos recorrer.
El viejo está solo porque le gusta. Sentirse parte del mundo silencioso que lo rodea, estar en armonía con la naturaleza, ser uno con la tierra y el campo. Claro que él no sabe estas cosas. Él se pregunta, día y noche, si podría haber sido distinto. Nosotros sabemos que no. Nació para vivir así, así se va a morir. Pero no se lo decimos, porque una de las cosas más interesantes de la vida es que no sabemos cómo va a terminar, que podemos esperar el giro hasta el ultimo segundo, que siempre pensamos que algo va a pasar y que todo va a cambiar y que vamos a estar mejor, o peor. El viejo no tenía esperanzas, pero él creía tenerlas. El simple hecho de preguntarse si podría haber sido distinto lo hacía sentirse otro, tal vez ese otro que soñaba ser sin saberlo.
Nos equivocamos si pensamos que la vida del campo es simple. El hombre solo y en silencio se enfrenta todos los días al universo, y tal vez lo más complicado es que no lo sabe, y esas preguntas que no se hace se amontonan en su alma y le dan una pesadez y una templanza que no tenemos nosotros, los hombres y mujeres de la ciudad.
El viejo vivía la vida que le había tocado en suerte aparentemente sin quejarse, sin alegrase, sin inmutarse.
Si fuéramos agudos observadores tal vez veríamos un vestigio de felicidad, pero nosotros, observadores casuales y superficiales, no vemos nada. Vemos unos ojos apagados y un dolor silenciado en algún lugar del pecho, y nada más.
Miramos al viejo silencioso que mira al mundo también silencioso por la ventana y pensamos que qué triste, que qué frío, que qué feo estar en su lugar. Y tal vez lo envidiamos, pero nosotros no lo sabemos.

Tuesday, July 17, 2007

la persiana

Subo la persiana. El sol entra por mis ojos y me atraviesa la cabeza, me quema por dentro. Bajo la persiana. Los haces de luz pasan por los agujeritos que quedan y dibujan en el piso un gruyere invertido. Me siento en mi rincón y miro el piso. El gigante gruyere invertido. Como un ratón, me arrastro por el queso intentando agarrar algo, pero las manchitas de luz se dibujan en mi cuerpo y el gruyere desaparece entre mis dedos. Subo la persiana. Otra vez el sol y el aire, la claridad me turba las ideas y no puedo mirar para afuera. Bajo la persiana. No vuelvo a mi rincón, no quiero. Me tiro en el medio del salón y miro el techo. En el techo no hay nada, el techo blanco. El foquito que pende del cable me insinúa muchas cosas: me insinúa dejadez, soledad y tristeza. Subo la persiana. Un pájaro en un árbol canta. Lo oigo cantar y lo envidio, quién pudiera ser pájaro inocente. Bajo la persiana. Ahora duermo un rato, pero quiero despertarme. Y cuando me despierte, voy a salir a la calle. Cuando me despierte, la persiana estará baja, pero no voy a mirarla.

Sunday, June 24, 2007

la mentira

Me bajé del colectivo y miré para atrás, instintivamente. Algo me decía que alguien me miraba. Y ahí estaba. Sentado contra una vidriera, todo sucio, con una lata de dulce de batata a sus pies, con un cartel que decía "soy povre, tengo cinco ijos y no tengo trabajo". Me miraba con ojos enajenados, me miraba con reproche. Lo primero que pensé fue "Que se cague. Todos tenemos problemas. Qué fácil es sentarse ahí a no hacer nada y esperar que los demás nos solucionen la vida". Iba a seguir caminando sin detenerme, pero sentí la rara necesidad de decirle lo que pensaba en la cara. Así que me dirigí a él con paso decidido y (dejándole una moneda en la latita) le dije eso que había pensado. Me siguió mirando (ni siquiera me agradeció la moneda) y cuando estaba por irme, me dijo con voz ronca "Cuándo el señor de camisa negra se baje del próximo 106 que pare, seguilo y fijate a dónde va". Hice el gesto como para responderle que estaba loco, pero no me salió la voz. "Qué locura", pensé, mientras miraba bajar al tipo del colectivo y me preparaba para seguirlo. No tenía más directivas que esa, no sabía si después tenía que volver a contarle, no sabía ni siquiera quién era el que me había dado la orden y menos aún sabía por qué la estaba obedeciendo. Pero como una autómata caminé por las calles de Buenos Aires, siguiendo al señor de camisa negra. Después de unos quince minutos, entró en un edificio. "¿Y ahora?", pensé. Me quedé un segundo parada, mirando la puerta cerrada, y estaba por empezar a caminar otra vez cuando el tipo de camisa negra salió. No sabía qué hacer, la ridiculez de la situación me superaba, pero era todo tan raro que la razón ya no contaba y por eso continué caminando atrás del tipo. No hizo nada que resultara "sospechoso". Fue (fuimos) al supermercado, al banco, a la farmacia, otra vez al primer edificio. Ahí terminaba mi espionaje, yo no podía entrar.
Después de un rato de esperar y al ver que el tipo no salía, me fui a mi casa.
Al día siguiente, la escena se repitió casi idéntica. Y al otro, y al otro. Nunca supe para qué seguía al tipo, el linyera nunca me preguntó a dónde iba ni qué hacía, pero mi tarea de espía había empezado a gustarme y ya organizaba mi día entorno a eso.
Me sentía en cierta manera "importante", aunque era bastante dudosa la "utilidad" de mi servicio. Nunca crucé más palabras con el linyera, nunca el señor de camisa negra hizo un itinerario diverso.
Después de varios meses de este raro e inútil espionaje, un día me bajé del colectivo y no vi al linyera. Me quedé esperando un rato y del 106 vi bajarse al señor de camisa negra. Por costumbre, por obligación o por inercia, lo seguí una vez más. Pero esta vez cambiamos de recorrido. Habremos caminado al menos una hora y media, cuando veo que el señor de camisa negra gira la cabeza en varias direcciones y, al final, entra en un zaguán. Esta vez me pareció que tenía que seguirlo también ahí, que debía traspasar ese límite de las puertas que el otro atravesaba. Tomé un poco de aire y entré.
Del zaguán se entraba a un patio, un patio viejo, de los de antes, con piso de ladrillos rotos y gastados y macetas con malvones anaranjados. Atravesando el patio había una puerta de madera pintada de azul, que seguramente había conocido mejores épocas que ésta, pero así y todo era graciosa en su ultrajada elegancia.
Supuse que el señor de camisa negra estaría ahí, porque no había otra puerta y, a no ser que tuviera la capacidad de volar o la de volverse invisible, no había salido por la puerta del zaguán que yo acababa de atravesar. Así es que volví a tomar aire y entré en un saloncito, empujando suavemente la puerta azul.
Atónita, mire como un grupo de personas me miraba sonriendo y aplaudía. Otro grupo de personas, tan atónitas como yo (entre ellas estaba el señor de camisa negra), miraba a los que aplaudían y a mí, alternadamente, y hacían gestos raros con la boca y se notaba que estaban nerviosos. Cuando los que aplaudían se calmaron un poco vimos aparecer de atrás de un biombo al linyera que, sonriendo, miraba a los que aplaudían y nos señalaba a nosotros con gesto complacido. "Nosotros" seríamos unos cuarenta, tal vez más. Los que aplaudían, diez o quince.
El linyera hizo un breve discursito explicando que "nosotros" éramos las ratas de laboratorio para un experimento que se había propuesto hacer para no sé que cátedra de no sé cual facultad, por lo que supuse que los que aplaudían serían sus estudiantes. Así supimos que, en realidad, éramos cuarenta personas (o más) que nos seguíamos entre nosotros, sin saber por qué. Yo seguía al de camisa negra, que a su vez seguía a la señora vieja, que a su vez seguía al chico de anteojos, que a su vez seguía a la pareja de estudiantes, y así. A mí me seguía una mujer de unos cincuenta años y debo decir que cuando la vi entrar al saloncito (unos cinco minutos más tarde que yo) tuve la vaga sensación de haberla visto antes, pero solo eso, una vaga sensación.
Me sentía indignada y humillada, estafada en mi buena fe por el falso linyera de mierda que ahora se regodeaba frente a sus estudiantes y les explicaba los pormenores del experimento y los porqués de la mente humana. Iba a preguntarle cómo nos había elegido, qué cualidades había buscado en nosotros, pero el linyera cerró su discurso con una frase que no dejó ninguna duda. Con tono airoso y un poco pedante y soberbio dijo: "Y todo esto, mis estimados alumnos, demuestra una vez más que el ser humano es, ante todo, estúpido".
Me fui porque ya no quise escuchar los aplausos de los que aplaudían. En la calle vi al señor de camisa negra que iba cabizbajo y triste, casi tanto como yo. Por un momento tuve la tentación de volver a seguirlo, pero supe que sería una persecución vana. Así que me volví caminando a casa, desandando el camino que había hecho "acompañada" de tanta gente que, como yo, tal vez se sentía útil e importante, pero esta vez con la certeza absoluta de que mi estupidez, y la de los otros, no tenía límites.

Saturday, June 02, 2007

puntos de vista

Alda.
Pablo agarró el teléfono y llamó a la policía. Enseguida me dijo que me fuera a otra parte, así no tenía que ver el cadáver, pero yo quería verlo, así que de pasada me asomé. Marcos estaba sentado mirando la ventana y creo que no me vio, ella estaba en el suelo con la cabeza reventada y con el martillo todavía encima del pelo ensangrentado. Un poco de alegría sentí, por ella, por el fin de su agonía. Después me fui, y ya no volví a verlos nunca más, ni a Pablo, ni a Marcos, ni a nadie. Ahora que lo pienso, tal vez me escapé, pero ¿que podía hacer? ¿Quedarme? No, ¿para qué? Yo soy de esas personas que prefieren no ver la realidad...


Marcos.
Cuando me di cuenta de lo que acababa de hacer me dio mucho miedo. Tiré el martillo lejos, como para liberarme del peso de la acción que había cometido, pero el martillo dio un par de giros en el suelo y le volvió a pegar en la cabeza. Se me escapó una sonrisa, porque pensé que ella se estaría riendo si hubiera visto la extraña situación. Después sentí los pasos en la escalera y lo vi a Pablo que me miraba incrédulo, agarrando el picaporte y sin nada que decir. Ahora ya era tarde, no podía ni escaparme, así que me senté a esperar que todo pase y ya no me planteo nada. Acá sigo esperando, todavía no llegaron.


Yo.
Ni bien me morí, me di cuenta de que me había equivocado. Además ahora no podía agradecerle, y seguramente él no sabía que yo le estaba agradecida a pesar de todo, porque soy una persona (¿o era?) que sabe reconocer los esfuerzos de los demás. Y ahora se me planteaba ese problema ¿cómo le iba a poder agradecer si estaba muerta? Un poco de celos sentí, también, porque me miraba ahí con la cabeza reventada contra el piso y no podía sentir más nada, ni frío ni calor ni hambre ni sueño, y me dio un poco de rabia que él sí pudiera. Pero bueno, al pan pan y al vino vino, muerta estaba, muerta estoy, y ahora es tarde para replanteos.


Alda.
Estábamos mirando la televisión cuando de repente escuchamos unos golpes tremendos, como de un martillo. No entendíamos lo que estaba pasando, pero Pablo me dijo que me quedara tranquila que el se iba a ir a fijar. Yo no podía más de la ansiedad, pero no me animaba a bajar las escaleras. De repente, los golpes cesaron, y Pablo apareció pálido en la puerta, mirándome asustado y desconcertado. “La mató”, me dijo “la mató a martillazos el muy animal”. Yo no le dije nada, porque creo que desde un principio lo había sospechado.


Marcos.
Me pidió que agarrara un martillo que había sobre la mesa y que le pegara en la cabeza. Yo primero pensé que estaba loca, que me estaba jodiendo o que quería ver mi reacción, pero después me di cuenta de que estaba hablando en serio, “vos me dijiste que harías cualquier cosa por mí”, me repetía, y me señalaba el martillo. Le dije que bueno, que estaba bien, pero que me avisara si le dolía. Primero empecé a pegarle casi con miedo, despacio, pero ella seguía inmutable y me miraba casi casi con placer, así que agarré el martillo con más fuerza y los golpes fueron cada vez más certeros y potentes. Un poco de sangre aquí y allá y alguna palabra que no alcancé a comprender, después, se desvaneció para siempre...



Yo.
Cuando pienses que no podés más, avisame, me dijo, y empezó a martillarme la cabeza. Primero, tengo que reconocer, me confundió un poco. Un poco me dolía, un poco me mareaba, otro poco me gustaba. Él, empuñando el martillo con fuerza, no paraba de golpearme. Un poco de sangre por acá y por allá, pero nada grave. Todavía no había perdido la conciencia cuando le pedí que pare, pero se ve que no me escuchó, tan posesionado estaba. Así siguió pegándome y pegándome hasta que no pude más, y me morí. No me quejo, después de todo, creo que yo se lo había pedido.

Wednesday, May 23, 2007

suicidio

Eran las siete de la mañana. Se levantó después de pasar casi toda la noche sin dormir, se preparó el mate y se sentó en el balcón. Un único pensamiento tenía en la cabeza, una única obsesión. Mientras tomaba mate y miraba el jazmín, pensaba en todo lo que le había pasado últimamente.
Ahora estaba como atrapado entre dos mundos, por un lado su realidad cómoda y placentera, por el otro, la idea de algo supremo e inalcanzable, algo hermoso y a la vez terrible.
Era la primera vez en mucho tiempo que tenía que confesar que no sabía qué hacer, no sabía cuál camino tomar, no sabía para donde corno arrancar.
Se terminó de vestir, se afeitó y salió a la calle. Hacía calor, y el viento de la mañana le refrescó un poco las ideas. Decidió cambiar el camino habitual para el trabajo y se fue por el mar. Mientras miraba las olas, pequeñas ondas que acariciaban las piedras, pensó una vez más en ella. ¡Cómo le gustaría que esté, que mire las piedras, que sienta el viento fresco en la cara!
A veces se conformaba pensando en que, al menos, podía pensar en ella. Otras veces quería correr y tirarse al mar, y nadar, nadar, nadar hasta no tener más fuerzas y por lo menos morir, morir para estar con ella, morir para que el cuerpo no sea ya un obstáculo que los alejaba.
“Si me muero, pensaba, si me muero y es cierto que tenemos alma, si me muero para liberarme del cuerpo, sé que voy a ir a buscarla y que la voy a encontrar. Sé que cuando la vea le voy a pedir perdón, y me voy a arrodillar y le voy a besar los pies, sé que me va a mirar con esos ojos grandes y negros y me va a decir que no hace falta. Yo voy a llorar y le voy a decir que la maté, que la maté sin querer, que la maté de amor. Ella me va a decir que no le importa, que no quiere el cuerpo inútil, que le basta saber que yo la amo para ser feliz, viva o muerta. Y yo le voy a decir, sí, te amo, te amo con el alma, te amo con la mente, te amo como nunca amé a nadie, te amo hasta la locura.”
Mientras pensaba en estas cosas, iba caminando hacia la playa. De repente una gaviota pasó cerca de él y lo despertó del encanto en el que se encontraba. Se sentó resignado y se agarró las rodillas, mientras miraba el mar y el cielo y se sentía nada.
Después, como una sombra, un pensamiento: “¿y si no está muerta? ¿Y si me mato y no la encuentro?”
Se levantó casi triste
y se fue, pensando que al menos le quedaba el tiempo para matarse cualquier otro día.

Saturday, May 19, 2007

compañía

Después de tantas idas y venidas se encontraron. Se vieron y no dijeron nada, porque ya sabían que no tenían nada que decir. Sentados en el auto, mirando la ruta, no se animaban a hablar, ni a reírse. Una angustia, o LA angustia no los dejaba respirar con tranquilidad. ¿Y todo para qué?, pensaban los dos. Ya estaban ahí y tal vez por orgullo ninguno se retractó. Pero sabían que eso no era lo que habían imaginado. Se acordaban de la adrenalina de antes, esa que les hizo pensar que tenían que hacer lo que ahora estaban haciendo, y les parecía mentira haber imaginado que algo así hubiera podido funcionar. Ahora se sentían extraños, porque cada uno estaba pensado en cosas ajenas al otro, en cosas que los alejaban.
Después de unas cuantas horas de ruta y pampa y silencio pararon el auto. Haciendo comentarios tontos y banales armaron la carpa. Iban a dormir ahí, en el campo. Estaban cansados y tristes. Casi sin mirarse, casi por instinto, cada uno se recostó en el pasto, con las manos haciendo de almohada en la cabeza, mirando la inmensidad del cielo y las estrellas, sintiendo el viento fresco en la cara, oliendo el campo y la tierra y la soledad. Y sí, tal vez fue una casualidad la que hizo que en el mismo instante los dos giraran la cabeza y se vieran, sonriendo, uno al lado del otro, libres de toda angustia y pena y pensamiento, el pecho lleno, la mente tranquila, los ojos mojados. ¿Amor? No creo. Simplemente, cálida compañía.

Thursday, May 10, 2007

desencuentro

Otra vez empezamos con la historia cíclica y repetida de que ya sabemos lo que vas a contar. Pero resulta que hoy, justo hoy, no tengo ganas de escucharte. Entonces decido que hay cosas más importantes que tu amargura infinita y me voy para otro lado.
Claro, no tengo en cuenta que vas a seguirme. Trato de escaparme y corro, y en medio de esta fuga imposible me caigo del balcón o de la bici y empiezo a rodar. Y ruedo, ruedo, ruedo, pero ese girar incansable no me cambia las ideas de lugar. Doblo en la esquina y sé que estás detrás de mí, porque te siento respirar. Corriendo más rápido todavía alcanzo un taxi que pasa por la avenida. Misteriosas las vueltas de la vida: el taxista se llama igual que vos. Ahora me deja en mi casa y me siento más segura, pero también sé que estás por llegar y que los dos vamos a hacer como si nada hubiera pasado, y vamos a hablar de cosas tontas, y te voy a preguntar por el trabajo, bien, gracias, un beso, te quiero, me voy a dormir.
Y así vamos a seguir eternamente, escapándonos de día para encontrarnos de noche, o para que todas las cosas pasen como tienen que pasar, o para ser buenos y obedientes y no cambiarnos nunca de vereda.

Friday, May 04, 2007

amor

Salí por la calle de siempre para el trabajo y escuché un grito que venía desde el callejón. Eran las siete y media. ¡No! Eran las seis y media. Ayer salí antes porque tenía trabajo acumulado que quería terminar ¡Justo!, mirá si las cosas van a salir alguna vez como las planifico... ¡Mierda si pude terminar el trabajo! ¡Mierda!
Me fui para el callejón y la vi, tirada en el piso. Le dije "¡Uh, loca! ¿Qué te pasó?", aunque se notaba que la habían cagado a palos. Empezó a gritar desenfrenada “¡Ese hijo de puta! ¿Lo ves? ¡Ese hijo de puta que va allá! ¡Me cagó a trompadas! ¿Lo ves? ¡Llamá a la policía!”
Por unos minutos le hablé para calmarla, después la agarré del brazo y traté de llevarla a la comisaría, pero me dijo que prefería tomar un café, que estaba cansada, que no tenía ganas.
En su lugar hubiera pensado lo mismo, pensé, y la invité a casa. Vino. ¡Qué cagada que vino! Bueno, no sé, tal vez no fue una cagada. Ahora estoy confundida y no sé que pensar.
Llamé al trabajo para avisar que no iba a poder ir, y me quedé con ella toda la mañana. Tomamos café, empezó a hablarme de su vida, tomamos más café, supe un montón de cosas sobre ella, hablamos, nos reímos, ella lloraba, tomamos más café. El que le había pegado era el padre. Siempre le pegaba. Vivían juntos, la madre se había ido de la casa cuando ella era chica, el padre tomaba, ella también. Se emborrachaban juntos, la mayor parte de las veces “la pasamos bárbaro”, dijo, pero a veces él se ponía violento y le empezaba a pegar. Esta vez había sido por el trabajo de ella. A él no le gustaba que trabajara en un bar. “¡Sos una chica decente!” le decía, “¡sos una chica decente!”. Pero después no le importaba si ella tenía sexo con el novio (o con otro, o con otra) en la habitación de al lado, mientras él miraba el partido y fumaba como un sapo. Ella me contó todo. Y me repetía a cada rato: “Es rara nuestra relación, yo lo sé, pero nos queremos. Me quiere. No va a permitir que me lastimen, o que yo misma me lastime”. Bueno, claro, para mí esa relación era demasiado rara, y yo no estoy preparada para aceptar una cosa del género, así que decidí dejarla pasar y me enfoqué en otros aspectos de la charla.
Me gustó hablar con ella porque era muy desinhibida. No tenía problemas en contarme lo primero que se le venía a la cabeza, se notaba que no se estaba controlando cuando hablaba.
Después de un rato, me dijo que estaba cansada y que le dolía la cabeza. Me pidió que le limpiara una herida que tenía en el muslo derecho, que el padre le había hecho con un palo. Una cosa llevó a la otra, y cuando me quise acordar, me estaba besando. A mí, que soy heterosexual. A mí, que no me gustan las mujeres. A mí, que soy la persona más conservadora que hay en la faz de la tierra. Pero extrañamente no me disgustó, es más, creo que lo disfruté. Nos quedamos juntas todo el resto del día. A eso de las seis de la tarde, me dijo que tenía que irse. Yo estaba exhausta, pero no quería que se fuera. Tampoco quería que se quedara. En realidad quería que las cosas siguieran como estaban, no tener que decir “andate” o “quedate”, porque cualquiera de las dos cosas implicaba una decisión a tomar, implicaba un “¿me llamás?”, o un “no quiero verte más”, o un “fue la primera vez que amé a otra mujer”. Pero ella tenía que irse y se fue. Me saludó con un “gracias” y un beso en la mejilla, y bajó las escaleras corriendo, sin girar la cabeza para mirarme. Por un minuto me quedé así, como formando parte de la puerta, mirando la escalera y pensando en nada. Después, repentinamente, cerré con llave y bajé corriendo yo también, y la seguí. No sé por qué lo hice. Pero trataba de ocultarme para que no me viera. Ella parecía tranquila. Se paraba a mirar las vidrieras de vez en cuando, no tenía apuro en llegar a ningún lado. Se sentó en un bar y se comió un sandwich, siempre tranquila. Después empezó a caminar rumbo al callejón en el que la había encontrado esa mañana. Se encontró con un hombre, al que parecía conocer bastante, ambos se abrazaban y se reían. Ella hablaba y gesticulaba mucho, y movía los brazos y la cabeza. Yo no podía oír lo que decían, porque estaba bastante lejos, pero los veía perfectamente desde mi escondite en la otra punta del callejón. Después de un rato de charla, el tipo se alejó. Ella se tiró al piso, y se quedó quieta, como si durmiera. Pasó un rato, tal vez una hora, tal vez más. Pensé que dormía, que estaba cansada. Estaba a punto de ir a buscarla, cuando vi que un señor que pasó por la vereda la vio, y se acercó a preguntarle que pasaba.
Ella, repitiendo exactamente los movimientos y los gestos, empezó a gritar desenfrenada “¡Ese hijo de puta! ¿Lo ves? ¡Ese hijo de puta que va allá! ¡Me cagó a trompadas! ¿Lo ves? ¡Llamá a la policía!”
Me fui un poco triste. No sé que es lo que buscaba ella con esta historia. No sé si quería sexo, compañía, comida, techo, dinero. Hago la denuncia por despecho. No sé si quiero hacerle daño, pero quiero resarcir mi dignidad. Quisiera decir que me obligó, pero sus modos eran tan dulces que no podría mentir al respecto. Al menos puedo asegurar que me engañó. Y eso es suficiente ofensa como para condenarla.

Thursday, April 26, 2007

desidia

Ahora que estás acá te lo tengo que decir, me dijo, y me largó una sanata como de veinte minutos explicándome detalladamente como lo había matado, y por qué.
La dejé que termine, tal vez por respeto, tal vez por desidia. Cuando terminó le dije que me iba y que no me importaba.
-¡Pero lo maté!- Me dijo.
-Ya me lo dijiste.
-¿Y no me vas a decir nada?
-¿Qué tendría que decirte?
-¡No sé! Que estoy loca, o que me odiás, o que vas a llamar a la policía, ¡algo!
-No tengo nada para decirte. Vos lo mataste porque se te dio la gana, y a mí me importa un pito. Si querés ir en cana, llamá vos a la policía. Si querés que te internen en un loquero, llamá vos a la ambulancia.
-Vos estás más loca que yo.
-No te pedí opinión al respecto. Me voy a comprar las media lunas. ¿Venís o te quedás acá?
-Tengo que limpiar la sangre del baño.
-Bueno, cuando termines llamame. Voy a estar en casa.- Y me fui.

Sunday, April 01, 2007

malena

-Mirá, yo sé lo que te digo- Dijo, un poco enojado, y cortó la comunicación.
Hacía varios días que se sentía ofuscado y turbio, aunque seguramente no podría explicar qué era lo que le pasaba. Pero eso sí, cuándo hablaba con Malena siempre terminaba peor, más enojado. Malena tenía esa capacidad, la de ponerlo nervioso.
Ahora que lo miro desde lejos, puedo conjeturar algunas cosas, aunque en ese momento no me daba cuenta de nada. Primero y principal, él no la quería. Estaba con ella por uno de esos mecanismos raros de la vida. Se conocieron en Puán, el cursaba Letras y ella Filosofía, se cruzaban en los pasillos. A él le gustaron sus tetas, a ella creo que no le gustó nada de él al principio, pero igual salieron un par de veces. Se conocieron, y bueno, ya sabemos cómo funcionan las cosas. Después de un tiempo ella lo dejó. A ella no le gustaba, creo que para nada. Me parece que alguna vez me dijo que era pedante y aburrido, y que no sabía coger. Pero después, y esto es lo que no entiendo, porque a él tampoco le gustaba ella, Julio insistió e insistió para volver a verla, le mandó flores, la llamó a horas inesperadas, la fue a buscar al trabajo, la sorprendió en todas partes. Y de a poco se fue haciendo parte de su vida, tanto que un día Malena se dio cuenta de que no quería estar sin él. Y en ese mismo momento, Julio entendió que se cagaba en Malena, pero que no tenía los huevos para dejarla. Tal vez era un trofeo, porque era una de las más lindas de la Facultad, y era un tema de conversación obligado en el pasillo: las tetas de Malena, el culo de Malena, la boca de Malena, que buena está Malena. Y él sentía un cierto orgullo después, cuando ya estaban juntos, y se despedían en la puerta del aula con un beso, un beso que era siempre un poco más apasionado y un poco más largo que otros besos, porque se sabía observado y envidiado por los demás. Malena no tenía idea de todo esto, ella lo quería de verdad.
Segundo, Malena lo engañaba.
Bueno, de esto no estoy tan segura, pero al menos eso era lo que ella nos daba a entender. Aunque tal vez lo hacía para sentirse menos vulnerable. Creo que después de un tiempo ella empezó a sospechar que Julio no la quería, pero su orgullo no la dejaba darse cuenta. Ella, la más linda, ella, la más buscada, ella, la que todos querían, se había enganchado con un tipo que no valía dos mangos, y además, la despreciaba. Ironías del destino me dirán, pero ella, justo ella que hubiera podido elegir con el dedo a cualquiera...
Ese día hablaron por teléfono al menos siete veces, y no se ponían de acuerdo. Al final Julio, enojado, salió a pié a buscarla. Cuándo llegó a la casa de Malena, se paró en la vereda de enfrente y le empezó a gritar como un desquiciado. “¡Malena apurate que te estoy esperando! ¿Quién mierda te crees que sos, eh? ¡Apurate te digo!”
Los vecinos no decían nada, ya estaban acostumbrados a escenas del género.
Malena salió con una valijita verde, apurada. Con el tapado en la mano y pidiendo perdón.
Pararon un taxi y fueron a Retiro.
-Bueno- dijo él cuando llegaron, un poco más tranquilo- esperame acá que voy a buscar los pasajes, así no andás cargando la valija. ¿Te pido un café? Ya vengo, ya vengo- Y la besó.
Malena lo miró alejarse. El mozo le trajo el café y Malena, sin pensar, le agarró la mano. Era joven el mozo, lindo.
-Disculpame, perdón- dijo Malena cuándo vio la cara de perplejidad del otro.
-No te preocupes, ¿estás bien?
-Sí, sí. Disculpame. No estaba pensando en lo que hacía.
-Sí, bueno, está bien.
Los dos dudaban, se sentían incómodos.
-Soy una boluda, perdoname. Andá que estás trabajando, no quiero que te reten por mi culpa.- dijo Malena un poco recuperada, con aires de superada.
-Bueno, sí. ¿Te traigo algo más?
-¿Eh?
-Algo más, además del café, ¿te traigo algo más?
-¡Ah! ¡No, no ves que soy una boluda! Estoy pensando en otra cosa. No, nada más. Te pago.
Mientras buscaba la billetera en la cartera, Malena pensaba en Julio. Cómo le gustaría dejarlo, pensaba, irse sola en ese colectivo, o con el mozo, o con cualquiera. No se daba cuenta, pero estaba llorando.
El mozo se sentó en la silla de al lado y le dijo:- Me llamo Matías. ¿Vos?
Malena levantó la vista de golpe y lo miró. “Matías”, pensó. “ Vos, Matías, ¿me querés coger también? ¿Qué querés conmigo? ¿Te gustan mis tetas? Me cago en vos y en todos los tipos. ¡Qué te importa cómo me llamo!”
Pero bajó la mirada y dijo:- Malena.
-Bueno, mirá Malena, yo termino en media hora. Si querés esperame y charlamos un rato, ¿te parece?
-No, no puedo. No estoy sola.- Le respondió con voz fría, seca, lejana.
Matías se paró y le pidió disculpas, le cobró el café y se fue.
Julio no venía, y según los cálculos de Malena, estaba tardando más de lo necesario. “Quién sabe dónde se habrá metido este pelotudo” Pensaba mientras fumaba un cigarrillo, nerviosa, llorando.
De repente se levantó y haciendo señas con las manos le gritó al mozo, que estaba en la otra punta del salón, acomodando unas botellas.
-¡Ey! ¡Matías! Hacéme un favor, ¿querés? Te dejo acá esta valija por diez minutos. Si viene un pibe y pregunta por mí decile que fui a buscarlo a él, que me espere que ya vengo, ¿puede ser?
Matías le dijo que sí, Malena se fue a buscar a Julio.
Caminaba por Retiro como si la estuvieran siguiendo, tenía esa sensación rara de que las cosas no estaban bien. Lo buscó por todas las ventanillas y no lo vio, entonces volvió al bar dispuesta a pelearse de nuevo con él, dispuesta a oír las cosas que tenía para decirle. Pero en el bar no estaba. Y Matías le dijo que no había ido nadie a preguntar por ella. Y que él ya terminaba su turno. Y que por qué no se iban a dar una vuelta.
Malena no lo pensó dos veces, agarró la valija que había dejado atrás del mostrador y salieron.
Caminaron por Retiro sin hablar, sin mirarse. Pasaron delante de una ventanilla que decía “Santa Cruz”. Malena se paró.
-¿Querés venir conmigo?- Le preguntó decidida.
-Estoy yendo con vos, ¿no ves?- Dijo él, sin entender demasiado.
-No, digo ir más lejos. Digo irnos. ¿Querés que nos vayamos?
-¿Estás loca vos? ¿De qué me estás hablando?
-De eso, de cortar, de dejar, de empezar, de cambiar. Yo, Malena, soy esto que ves. Estas tetas y este culo, y creo que nada más. Vos, Matías, sos eso que veo, un pibe lindo y joven, con ganas de coger. Malena y Matías se pueden ir, juntos, hasta que dure. Yo estoy podrida de ser un par de tetas, pero sí eso me sirve para algo, sí me sirve para que me mires, me alcanza. Pero quiero que me mires más adentro y qué me digas, por una vez en mi vida, que hay algo más. Sí, puede ser que yo esté loca, pero eso no tiene nada que ver. Yo no hablo de pasado, ni de futuro, y tal vez tampoco de presente. Me quiero ir, y te pido que vengas. Después, vos podés decir que no o que sí, a mi ya no me importa.
Malena se dio vuelta y compró un pasaje, y se fue a la terminal.
Matías se quedó pensando en lo que acababa de oír, se quedó pensando en Julio, que enojado había roto la taza que estaba sobre la mesa cuando Matías le dijo que Malena se había ido, dejando el recado de que no la busque porque no quería verlo más. Pensó que él, tal vez con maldad, había cambiado el destino de los dos, o, mejor dicho, de los tres.
Y ahora estaba ahí y no sabía qué hacer. Malena se iba, sola. Julio se iba, sólo. ¿Y acaso no estaba también él, Matías, sólo? ¿Era distinto Buenos Aires o Santa Cruz, Malena o cualquier otra?
Corriendo llegó al colectivo que ya estaba arrancando, y vio a Malena que le sonreía por la ventanilla. Le mostró el pasaje que había comprado con los últimos 70 pesos que tenía en el bolsillo y sonrió él también. Ahora, por lo menos, la iba a poder mirar más adentro. Y se sentó al lado de Malena. Y, sin hablar, empezaron el viaje.

Wednesday, February 14, 2007

el hombre que no fue feliz.

Llegó, después de tanto tiempo. En el vacío escuchaba su voz como un eco. Desesperado, corrió por las vías, buscando el tren, pero ni eso lo iba a salvar esta vez.
Otro día, rodeado de libros. Otro día, sin hablar con nadie. Otro día. Y otro.
"Así nunca va a ser feliz", las palabras que lo condenaron. La profecía se cumplía, y el hombre no lo notó hasta que no fue demasiado tarde. El epitafio rezaba, entre logros y medallas, "pero no fue feliz". Oh! Condena! Su sangre diluida en otras sangres lo supo antes que él...