Saturday, November 21, 2009

privilegio

"La lluvia me inspira. Bah, es una forma de decir. La lluvia me transmite cosas.
Cuando llueve todo se diluye. La tristeza, la angustia, el dolor, la pena; pero también la alegría, el sueño, el amor.
La lluvia es imperativa, es vital, es necesidad, molestia, belleza, sorpresa."
Mientras pensaba eso, acomodaba el nudo de la soga.
Así preparó su muerte, disfrutando intensamente de ese último momento de vida.
Así hubiera querido morir.
Al final, el hombre es cobarde. Dejó la soga a un lado y puso la pava en el fuego.
Preparó mate amargo y siguió mirando la lluvia por la ventana. Todo se diluye, incluso la decisión de morir.
Al final, el hombre es valiente. Un poco de esperanza de que algo (no todo) iba a cambiar, de que el mundo puede ser más justo. Una utopía. El mundo es injusto y, mientras él pensaba en matarse tomando mate al abrigo de su casa, otros intentaban sobrevivir en los lugares más horribles, en las situaciones más violentas, en el peor de los mundos.
Al final, el hombre es indolente.

Llorar de desesperación no sirve, aunque al menos es un paso adelante.

Monday, October 05, 2009

grito

Al final de la tarde me gusta mirar por la ventana. Miro para afuera y las cosas parece que se ordenan. No digamos que todo es claro, apenas un poco más claro.
Cuando entré a este lugar pensaba que iba a ser para siempre, y no me importaba. Ahora sé que voy a salir, en cualquier momento voy a salir, y ni siquiera estoy ansioso. Ya conozco lo que hay del otro lado de la puerta, no es mucho mejor que esto.
Tal vez no te dopan, es cierto, o no con esta mierda que me dan a mí cada mañana, pero te dan otras mierdas mucho más letales.
Cuando miro por la ventana vuelvo al tren, al tren de mi infancia. Veo las calles de tierra y los alambrados cubiertos de enredaderas verdes con flores lilas, veo las casas. Todo está tan cerca, y es increíble.
Me gustaba mirar las casas, cuando era chico. Ver las luces prendidas desde afuera y adivinar la vida de adentro, como si fueran libros de cuentos, como los cuentos que nadie me contaba.
Ahora no me gusta, ahora lloro. No quiero que me cuenten cuentos, y mucho menos cuentos tristes, pero veo las casas y los cuentos se fotografían en mi frente con una nitidez horrible, veo lo que pasa, veo la bronca, la impotencia, el frío, la resignación, la murria. Veo el asco, el miedo, el desprecio. Veo todo y entiendo todo y no lo puedo soportar.
Cuando salga de acá va a ser muy difícil. Voy a volver a matar, cuando salga de acá.

Friday, September 11, 2009

no tienes más invitaciones, Amanda.

Participación en el TELITA



El proyecto era simple: agarrar la topadora y arrasar con todo lo que hubiera en el pequeño poblado del norte donde, a lo sumo, unos treinta indígenas vivían sin respetar las leyes que manda la etiqueta y la religión.
Doña Amanda era estricta. En su campo se podía vivir siempre y cuando se casara uno por iglesia y no tuviera más de una mujer.
Hacía rato que venía insistiendo con el tema a su marido, el Patrón, pero él la ignoraba como ignoraba todo lo que lo rodeaba, excluyendo su hacienda y sus plantaciones, y alguna que otra actividad que lo entretenía en los largos meses del campo.
Había accedido al pedido de Amanda porque, según él recordaba, esta era la segunda oportunidad en la que ella insistía tanto con un asunto. La primera había sido una disputa sin importancia por unos caballos con el dueño de la estancia vecina. Amanda reclamaba una tropilla que, decía, había ido a parar al otro lado del alambrado quién sabe cómo. Había que reconocerle su gran memoria, identificaba a todos los caballos de la estancia, eran su especial debilidad. Como no tenían hijos prácticamente dedicaba su vida a cuidarlos. Así que aquella vez el Patrón había ido a hablar con el vecino y había recuperado la tropilla. Un episodio aislado en su rutinaria vida, Amanda no solía interferir en los asuntos de la estancia.
Ahora, después de escuchar interminables súplicas, había accedido a echar de su campo a esos “indecentes”, según el decir de su esposa. También había pensado que, complaciendo a su mujer, podría recuperar unas cuantas hectáreas del campo, justo dónde estaba la laguna, y podría ir a pescar sin las inoportunas miradas de la gente que lo veía pasar y casi lo veneraba.
Amanda había venido a saber por medio de la mujer del capataz que los indígenas no respetaban las leyes de Dios. O al menos no las del Dios de Amanda. Los habían visto una vez rezando a la Virgen de Santa Rosa, pero también era sabido que convivían sin estar unidos por la Santa Iglesia Católica y eso era algo que no podía tolerar.
El Patrón fue al pueblo y alquiló una topadora.
Unos días antes el capataz fue el encargado de avisarles a los indígenas que debían irse, so pena de morir aplastados en sus ranchos de adobe.
Sobra decir que la noticia no tuvo una buena acogida entre la pequeña población. Las mujeres lloraban, desesperadas, una semana es muy poco tiempo para buscarse una casa.
Los hombres, más drásticos, agarraron las escopetas y fueron a hablar con el Patrón.
Lo encontraron sentado mirando la televisión, aburrido en su living, solo.
El Patrón los vio venir pero no se movió. Tenía años de campo y sabía que las cosas se arreglaban con distancia y frialdad.
Los dejó llegar hasta la galería y se levantó, con la mirada pétrea. Escuchó las razones de los hombres y con la voz grave y pausada respondió: “Ahí tienen la capilla. Arreglen sus asuntos y se quedan, no los arreglan y se van”.
Los hombres no estaban dispuestos a escuchar sermones. Volvieron a exponer sus razones, por demás justas, pero esta vez un poco más violentamente.
El Patrón no se inmutó. Les dio la espalda tranquilamente y volvió a sentarse en su sillón, sin responderles siquiera. Ya había dicho lo que tenía que decir, no iban a venir a decirle a él qué era lo que debía hacer en sus tierras, ni estos hombres con escopetas, ni nadie.
No era por Amanda que se mantenía tan firme, sino porque no le gustaba que contrariaran su voluntad.
Los hombres se quedaron en la galería, con las escopetas en la mano, sin saber qué hacer. Se miraban sin hablar, esperaban al capataz que no llegaba, aunque no sabían para qué lo esperaban, adivinaban esa espera inútil.
No podían volver sin respuesta a sus mujeres e hijos. Mejor dicho, no podían volver con esa respuesta. Se sentían humillados, sentían que la tensión a la sombra de la galería crecía cada vez más y que algo tenían que hacer.
Una pareja de hombres que estaba cerca de la ventana tomó una mesa de madera que había en la galería y la tiró contra la pared, haciendo mucho ruido y despedazándola.
El Patrón se sobresaltó, llamó con un grito al capataz y se acercó a la galería.
Los hombres lo miraban con furia. Uno de ellos, el más viejo, tomó una pata de la mesa que acababan de romper y dijo solemnemente: “Un tributo a mis ancestros”, y le pegó al Patrón un fuerte golpe en la cabeza. A ese golpe siguieron muchos, la sangrienta muerte ya estaba definida.
El capataz llegó tarde. Amanda, volviendo de su misa, se encontró con los hombres que llevaban al Patrón hacia el caserío, como un trofeo, como un recuerdo de la histórica victoria de los débiles sobre el fuerte, de los pobres sobre el rico, de los indios sobre el blanco.
Amanda lloró. Ciertamente sintió remordimiento, pero más lloró de bronca. El llanto de Amanda no conmovió a nadie. Vivió y murió sola, en su gran estancia despoblada.

Sunday, July 26, 2009

ilusiones

Si lo miraba demasiado fijo a los ojos se ponía nervioso y empezaba a tartamudear. Tenía esa costumbre de mirar para otro lado que a mí me irritaba mucho.
Podemos decir con cierto grado de verdad que era un buen tipo, se preocupaba por los que lo rodeaban, casi siempre simpático y agradable.Tal vez sufría mucho por eso, tal vez se esforzaba para mantener esa apariencia tan calma y tranquilizadora.
No tengo de él más recuerdos que los sumados en unas cuantas tardes de mate, por el año 98, en un pequeño cuartito que hacía de oficina del club en el que trabajaba. Nos demorábamos largas horas conversando sobre cosas importantes para nosotros. Una de esas extrañas amistades de la adolescencia en las que uno es capaz de contarlo todo, hasta los más íntimos y vergonzosos detalles, a un desconocido. Luego, como suele suceder, no lo vi más. Me fui del pueblo y la vida arrancó para otro lado.
Me sorprendió la noticia de su muerte. A los 35 años, estaba pescando en el Río Paraná y de forma inexplicable cayó al agua y se ahogó. Sabía nadar y estaba solo. Encontraron la lancha con todas las cosas intactas dentro y a él encallado en una orilla del Paraná flotando boca abajo, dos días después de su partida. Nadie pensó en el suicidio, y yo tampoco lo creí.
El caso es que, pasada la sorpresa inicial y la triste angustia de sabernos mortales que al principio nos embarga al enterarnos de cualquier muerte, yo había desplazado esas ideas de mi cabeza, había dejado de pensar en él. Me pareció un poco extraño cuando una noche soñé que venía a hablar conmigo, pero no le di mayor importancia: la mente es rara y no domino sus códigos secretos. Pero después de eso, de aquel sueño inconsistente en el que solamente me saludaba y respondía con una mueca desagradable a mi cara de perplejidad, después de eso, lo vi. Lo vi de día, estando yo despierta y sin sustancias tóxicas encima. Lo vi en la calle Corrientes. Yo caminaba distraída y él me chocó el hombro. Mi primer impulso, bruscamente reprimido, fue el de saludarlo. El segundo, ignorarlo y pensar (aunque sabía que no era cierto) que me había equivocado.
Dos días más tarde vino a mi casa o, mejor dicho, estaba ahí cuando me levanté, sentado en la cocina, tomando mate con la pava, sin poner el agua en el termo, como era su costumbre. Mirando la mesa, con los ojos tristes.
Me asusté. Me miró y no me dijo nada, me ofreció un mate; "amargo", dijo.
Me quedé mirándolo y, como no agarré el mate, se lo tomó él. No me hablaba, tenía una profunda expresión de tristeza.
-¿Qué pasó?- atiné a decir, sintiéndome una loca porque estaba hablando con un muerto. Mi cabeza se negaba a validar lo que mis ojos veían.
-Me caí- dijo en un suspiro. -Como un boludo. Me caí y me golpeé la cabeza con la lancha. Mirá vos que muerte pelotuda.
-Hay peores- dije yo, tratando de aliviar la tensión.
Me miró con bronca, casi. Supongo que no esperaba semejante estupidez y frivolidad de parte mía. Creo que intentó dialogar conmigo, pero yo estaba demasiado sorprendida y no podía responderle. Al final me dijo:-Me siento solo. Nadie me quiere hablar, se quedan como vos, con esa cara de espanto.
-Como si estuvieran viendo a un muerto- dije yo, desatinadamente otra vez. Volvió a mirarme con los ojos tristes y llenos de odio y, finalmente, se fue.
Tal vez si todo hubiese terminado ahí, si solo hubiese habido aquel extraño sueño y aquel extraño encuentro en la cocina, si todo se hubiese limitado a unas pocas palabras entrecruzadas con timidez y a unas cuantas miradas de miedo y de odio, tal vez mi escéptica mente habría encontrado alguna rara y poco convincente explicación que con el tiempo y las naturales ayudas de la memoria (o de la falta de ella) habría terminado por ser muy convincente, hasta convertirse luego en absolutamente verdadera. Pero la cosa acababa de empezar y por más que al principio me desvelaba buscando explicaciones racionales, gastara sueldos en psicólogos y psiquiatras y hasta empezara a dudar de mi salud mental, al cabo de un tiempo terminé por aceptarlo como a una realidad. Durante los primeros tiempos y encuentros la cosa me molestaba simplemente por el hecho intelectual: los fantasmas no existían, el alma no volvía de la muerte y no era posible que yo mantuviera diálogos y hasta tomara mate amargo con un muerto. Pero el asunto fue empeorando cuando el espíritu (no sé como llamarlo) empezó a tomar confianza y se iba metiendo cada vez más en mi vida, hasta llegar al punto de no dejarme respirar. Cada mañana me esperaba en la cocina, sentado con la pava y sus ojos tristes, y cada mañana conversábamos de algo. Durante dos o tres meses sus visitas se limitaron a una al día. Yo intenté varias técnicas para que se fuera. La primera fue, por supuesto, ignorarlo. Todavía pensaba que era una cosa de mi mente cansada y aburrida, y hacía de cuenta que no lo estaba viendo ni escuchando. Tuve que cambiar mi habitual mate matutino por café, porque él utilizaba indefectiblemente la pava y el matecito de calabaza.
Él se adaptaba a mi reacción. Levantaba levemente los hombros y murmuraba "si no me querés ver..." y no me dirigía más la palabra. Al día siguiente otro "buenas" y otra vez la misma escena. Un día me cansé y me dije a mí misma: "sea o no sea una alucinación, no podés dejar que te modifique la vida. Pedile el mate". Así que entré decidida a la cocina y a su "buenas" respondí: "Mirá, veo que, no sé por qué razón, no vas a irte de mi casa. Ok. Pero te pido que de 8 a 9 me dejes el mate libre". Me miró con una expresión de burla tan típicamente suya y se rió con tantas ganas que me hizo reír a mí también. Me ofreció el mate lleno diciendo "yo te cebo". Habíamos vuelto a ser amigos. Igual que en aquella adolescencia perdida no hacía tanto tiempo, volvimos a confesarnos cosas inconfesables y a compartir íntimos y vergonzosos secretos.
Por un tiempo mantuvimos una especie de equilibrio, cada mañana en la cocina de mi casa nos dedicábamos una hora u hora y media de conversación y consuelo. Hasta ese momento nunca había excedido ese tácito límite territorial que era la cocina. Pero un día me vino a despertar. "Pensé que si te lo traía a la cama..." dijo extendiendo la calabacita humeante. Otra vez me invadió la sensación de los primeros días, me sentía espiada, rara, loca. Como no tomé el mate, se lo tomó él mientras me decía "vestite tranquila, yo estoy muerto". Agarré la ropa y me fui a vestir al baño, aunque en el fondo sospechaba que él podría entrar si quisiera y que no era por voyeurismo que había entrado a mi habitación.
Por ese tiempo, nada me cuesta admitirlo, estaba pasando por un tranquilo período en cuanto a lo que a vida sexual respecta, por no decir que andaba de malas y que los encuentros íntimos se sucedían a intervalos de tiempo bastante espaciados entre sí. Así que una noche muy despreocupadamente fui a mi casa después de haber tomado varias cervezas y una botella de vino tinto con un compañero del trabajo que desde hacía un tiempo me miraba con ojos insinuantes, sin acordarme siquiera de mi extraño compañero de departamento.
Estábamos en lo mejor cuando lo veo pararse en la puerta de la habitación, cargando en sus brazos la ropa que habíamos dejado desparramada por toda la casa y mirándome, con actitud altamente reprobatoria. "Ya vamos a hablar de esto", dijo mientras daba media vuelta y se alejaba indignado hacia la cocina. De más está decir que mi noche de amor se vio frustrada y que tuve que usar todos los artilugios de mi imaginación para justificar tan repentino enfriamiento de la cosa, seguido de un "quiero estar sola" y fugaz despedida en la puerta del ascensor. Volví a entrar hecha una fiera, dispuesta a decirle a ese fantasma todo lo que pensaba de él y a exigirle que abandonara mi casa y ese hábito de charlar conmigo que había adquirido desde su muerte. 
Abrí la puerta de la cocina golpeándola contra la pared y lo busqué con la mirada, pero no estaba. La pava y el mate guardados en su lugar y ningún espíritu esperándome para charlar.
Lo busqué por el resto de la casa, y nada. Parada en el medio del living le grité "¡Vení, maricón!", pero nada. Probé diciéndole "fantasma", porque sabía que eso lo hería profundamente, pero no hubo caso.
Me fui a dormir muy enojada, pensando "ya va a volver. ¡Ya va a ver cuando vuelva!". Pero no volvió. Lo esperé días, semanas, meses enteros. Cada mañana entraba en la cocina y miraba su silla. Le pedí perdón, le dije que ya no estaba enojada, que él había tenido razón en enojarse, hasta le dije que no era un fantasma, que no lo era para mí.Le pedí que volviera, una y mil veces. Creo que algunos días lloré por su ausencia, por no saber adónde había ido ni qué había sido de él. Hasta que, lentamente, volví a acostumbrarme. Como al principio tuve que acostumbrarme a su presencia, aceptar su existencia antes que nada y convencerme de que no era un sueño. Otra vez un largo proceso de prueba y error y de angustia y desesperación.
Y aunque esto que digo pueda sonar un poco extraño, la primera vez fue más sencilla. Fue mucho más fácil para mí aceptar a un fantasma en mi casa que admitir que se había ido para siempre.

Tuesday, March 17, 2009

todo es relativo

Ay ay, en qué nos estamos convirtiendo, decía mientras se miraba al espejo y se contaba las arrugas nuevas que tenía por acá y por allá.
Durante el desayuno la hermana le había dicho "Se hizo torta un avión. Se murieron nada más que treinta".
¿Nada más? Nada más.
Este mundo loco y abundante nos hace creer que treinta son pocos. Ni siquiera nos planteamos que si vamos al banco a pagar un impuesto y hay treinta tipos en la cola damos la vuelta indignados porque "es mucha gente". Pero si se matan treinta, son pocos. Casi nada. Nada.
En eso pensaba. Y se miraba la barba blanca, las patas de gallo y algunas canas.
Los años habían pasado así, de prisa. O a los pedos, según les guste más. Tan de prisa o a los pedos que no se había dado cuenta de nada.
Cuando sus hijos fueron grandes empezó a sospechar que no los había disfrutado. Cuando su mujer lo dejó por otro empezó a sospechar que estaba enamorado de ella. Pero ¿qué le vamos a decir? A todos nos pasa más o menos la misma cosa, no nos damos cuenta de nada.
Había pecado muchas veces: de egoísta, de soberbio, de amarrete y de malhumorado. Tal vez ese era el peor de todos sus pecados.
Desde la cocina escuchó la voz de pito de su hermana que le gritaba "ya está, se murió". Estaría hablando del canario.
La hermana lloraba en la cocina y acariciaba al bicho muerto. Ella, la misma que le acababa de decir "nada más que treinta".
Lloraba como si fuera su propia madre la que yacía muerta sobre la mesa. Un canario de mierda, pensó él. Nada más que treinta. ¿Cuándo dejamos de ser víctimas para convertirnos en verdugos? En eso pensaba. Y decía: "Ay ay ay, en qué nos estamos convirtiendo..."

Thursday, February 26, 2009

...

En esas horas de la siesta que a veces son interminables, salgo a caminar por la ciudad y a mirar los adoquines y pienso mucho en vos. Hoy escuché una chicharra y me dieron ganas de contártelo. De repente me doy cuenta de que no estás y todo se pone en blanco y negro. Cómo me hace enojar que no estés... no sabés. Me dan ganas de putearte. Pero no te puteo, quedate tranquilo. Ya no lloro más (antes lloraba). Ahora por lo general te recuerdo con risas de por medio.
Cuando te extraño me doy cuenta de que soy la dueña de una rara soledad: no puedo compartir esos momentos con nadie. Sola para extrañarte.
Me pregunto muy seguido que dirías de ciertas cosas, me hubiera gustado ver tu cara ante ciertas situaciones. Algunas personales, pero también las históricas. Argentina está pasando por un momento bastante irónico y sobre el cual me hubiera gustado intercambiar comentarios con vos. De sólo pensar lo que dirías me río. Me hacés reír mucho todavía.
Personas inteligentes, tranquilas y con ese buen humor que vos tenés no hay muchas, te lo aseguro. Esa es otra soledad: la de la risa absurda. Igual quedan de esos en la familia por ahora y algún otro que anda dando vueltas por ahí.
Mañana es tu cumpleaños y te voy a recordar, como todos los años. Recuerdo el último cumpleaños que pasé con vos, el tuyo y poco después el mío... Nos pediste perdón, a Pilar y a mí. Estabas nervioso, pensabas que "iba a faltar algo".
Me hace bien hablar de vos, aunque sea sola, aunque sea con esta máquina de mierda. Te extraño papá.

Monday, February 02, 2009

vidas

Hoy la vi en el subte. Ella no me vio, estaba escuchando música y mirando su reflejo en la ventanilla. El pelo teñido de rubio-anaranjado, extremadamente flaca y a la vez muy caderona y las piernas anchas. La boca pintada de rojo, exagerada. Los ojos pintados de azul y la cabeza grande, grande, muy grande.
A veces me pregunto si no querrá volver a ser ella alguna vez, si no querrá volver a ser morocha y "gordita", como le decía yo cuando éramos chicos.
La última vez que la vi, hará más o menos 5 años, estaba desnuda tirada en la cama, durmiendo. Habíamos pasado juntos un fin de semana, previo pago de la tarifa correspondiente, por supuesto. Después de la infancia, estuvimos sin vernos unos diez años. Después supe por medio de un amigo que trabajaba de puta, y la fui a ver. Un poco se sorprendió, pero creo que le gustó verme, al menos una cara conocida en medio de un mundo de mierda. Yo fui por curiosidad y, ya que estaba, me quedé. Charlamos bastante en esos días y me contó algo de su vida. Vivía con un tipo que, contra lo que yo me imaginaba, no le manejaba el negocio. Se lo manejaba ella sola y me dijo que lo hacía porque prefería eso "a limpiar en los baños la mierda de los otros". Qué vida de mierda, le dije yo. Y ella me dijo que no era peor que la mía. Yo le dije que la mía no era tan mala. Ella me contestó que sí, que mi vida era una vida de mierda. Me dijo "Mirate. Estás más solo que yo: vos pagás, yo cobro".
Mierda, pensé. Mierda mierda. Capaz que tenía razón después de todo. La dejé mientras dormía porque no sabía bien como tenía que saludarla. Al fin y al cabo no era un amigo, ni un cliente. Un viejo conocido que la había visitado... no supe qué decirle y, lo que es peor, no quise escuchar lo que ella tuviera para decirme.
Hoy, cuando la vi, de repente ese recuerdo me abarcó todo el cuerpo y otra vez sentí ese frío y esa soledad. Ella sigue ahí, con su vida no tan de mierda. Y yo acá, sin saber muy bien como es la mía.

Thursday, January 08, 2009

observación

A veces me siento Nené.