Friday, September 11, 2009

no tienes más invitaciones, Amanda.

Participación en el TELITA



El proyecto era simple: agarrar la topadora y arrasar con todo lo que hubiera en el pequeño poblado del norte donde, a lo sumo, unos treinta indígenas vivían sin respetar las leyes que manda la etiqueta y la religión.
Doña Amanda era estricta. En su campo se podía vivir siempre y cuando se casara uno por iglesia y no tuviera más de una mujer.
Hacía rato que venía insistiendo con el tema a su marido, el Patrón, pero él la ignoraba como ignoraba todo lo que lo rodeaba, excluyendo su hacienda y sus plantaciones, y alguna que otra actividad que lo entretenía en los largos meses del campo.
Había accedido al pedido de Amanda porque, según él recordaba, esta era la segunda oportunidad en la que ella insistía tanto con un asunto. La primera había sido una disputa sin importancia por unos caballos con el dueño de la estancia vecina. Amanda reclamaba una tropilla que, decía, había ido a parar al otro lado del alambrado quién sabe cómo. Había que reconocerle su gran memoria, identificaba a todos los caballos de la estancia, eran su especial debilidad. Como no tenían hijos prácticamente dedicaba su vida a cuidarlos. Así que aquella vez el Patrón había ido a hablar con el vecino y había recuperado la tropilla. Un episodio aislado en su rutinaria vida, Amanda no solía interferir en los asuntos de la estancia.
Ahora, después de escuchar interminables súplicas, había accedido a echar de su campo a esos “indecentes”, según el decir de su esposa. También había pensado que, complaciendo a su mujer, podría recuperar unas cuantas hectáreas del campo, justo dónde estaba la laguna, y podría ir a pescar sin las inoportunas miradas de la gente que lo veía pasar y casi lo veneraba.
Amanda había venido a saber por medio de la mujer del capataz que los indígenas no respetaban las leyes de Dios. O al menos no las del Dios de Amanda. Los habían visto una vez rezando a la Virgen de Santa Rosa, pero también era sabido que convivían sin estar unidos por la Santa Iglesia Católica y eso era algo que no podía tolerar.
El Patrón fue al pueblo y alquiló una topadora.
Unos días antes el capataz fue el encargado de avisarles a los indígenas que debían irse, so pena de morir aplastados en sus ranchos de adobe.
Sobra decir que la noticia no tuvo una buena acogida entre la pequeña población. Las mujeres lloraban, desesperadas, una semana es muy poco tiempo para buscarse una casa.
Los hombres, más drásticos, agarraron las escopetas y fueron a hablar con el Patrón.
Lo encontraron sentado mirando la televisión, aburrido en su living, solo.
El Patrón los vio venir pero no se movió. Tenía años de campo y sabía que las cosas se arreglaban con distancia y frialdad.
Los dejó llegar hasta la galería y se levantó, con la mirada pétrea. Escuchó las razones de los hombres y con la voz grave y pausada respondió: “Ahí tienen la capilla. Arreglen sus asuntos y se quedan, no los arreglan y se van”.
Los hombres no estaban dispuestos a escuchar sermones. Volvieron a exponer sus razones, por demás justas, pero esta vez un poco más violentamente.
El Patrón no se inmutó. Les dio la espalda tranquilamente y volvió a sentarse en su sillón, sin responderles siquiera. Ya había dicho lo que tenía que decir, no iban a venir a decirle a él qué era lo que debía hacer en sus tierras, ni estos hombres con escopetas, ni nadie.
No era por Amanda que se mantenía tan firme, sino porque no le gustaba que contrariaran su voluntad.
Los hombres se quedaron en la galería, con las escopetas en la mano, sin saber qué hacer. Se miraban sin hablar, esperaban al capataz que no llegaba, aunque no sabían para qué lo esperaban, adivinaban esa espera inútil.
No podían volver sin respuesta a sus mujeres e hijos. Mejor dicho, no podían volver con esa respuesta. Se sentían humillados, sentían que la tensión a la sombra de la galería crecía cada vez más y que algo tenían que hacer.
Una pareja de hombres que estaba cerca de la ventana tomó una mesa de madera que había en la galería y la tiró contra la pared, haciendo mucho ruido y despedazándola.
El Patrón se sobresaltó, llamó con un grito al capataz y se acercó a la galería.
Los hombres lo miraban con furia. Uno de ellos, el más viejo, tomó una pata de la mesa que acababan de romper y dijo solemnemente: “Un tributo a mis ancestros”, y le pegó al Patrón un fuerte golpe en la cabeza. A ese golpe siguieron muchos, la sangrienta muerte ya estaba definida.
El capataz llegó tarde. Amanda, volviendo de su misa, se encontró con los hombres que llevaban al Patrón hacia el caserío, como un trofeo, como un recuerdo de la histórica victoria de los débiles sobre el fuerte, de los pobres sobre el rico, de los indios sobre el blanco.
Amanda lloró. Ciertamente sintió remordimiento, pero más lloró de bronca. El llanto de Amanda no conmovió a nadie. Vivió y murió sola, en su gran estancia despoblada.