Saturday, September 15, 2007

aburrimiento

La noche fresca de un verano que se estaba extinguiendo, perfumada con aromas de comida y de tabaco que salían de las casas vecinas entraba por la ventana semiabierta de la habitación del hotel. Blas leía un libro que no le interesaba mucho y se distraía frecuentemente pensando en cosas que no eran importantes.
"Las vacaciones más aburridas de mi vida", se decía a si mismo. Estaba exagerando, había tenido otras vacaciones en su infancia, siestas eternas escuchando las chicharras mientras los grandes dormían y tenía que esperar para ir al río, siglos de espera empapado de sudor y sofocado por un aire pesado y húmedo. Pero ahora piensa eso, que las vacaciones de la infancia no eran aburridas, y que estas sí lo son. La memoria es traicionera, y el aburrimiento puede ser peligroso.
Piensa que sería mejor salir del hotel. Es sábado, son las nueve o diez de la noche, tal vez dar una vuelta por la ciudad lo ayude a despejarse, recorrer el incierto camino de la noche, salir y no saber a dónde ir, ni a qué hora volver, caminar errante bajo el cielo de la ciudad europea en la que está, que puede ser Amsterdam o Londres, en todo caso es una ciudad distinta a su ciudad natal, una ciudad con río pero no río de jugar, no río con playa y arena, sino río con puentes y luces y edificios pintorescos que lo rodean. Una ciudad en la que los sonidos no le pertenecen, los murmullos de la gente que pasa caminando a su lado son vagos y huecos, idioma diferente, personas diferentes, estrellas diferentes.
Pensaba que había hecho mal en ir ahí. Le habían insistido sus amigos y su novia, estaba estresado, le decían, necesitaba cambiar de aire y distraerse un poco. Pero él no quería distraerse, estaba aprovechando uno de sus mejores momentos creativos, se sentía poseído por alguna musa que lo empujaba a escribir y escribir y leía luego sus escritos maravillado, como si fueran de otro, admirado de si mismo.
No había dicho que no ante la insistencia de los otros. Le reservaron un hotel y le compraron el pasaje de avión, y él armó una pequeña valijita, saludó a Clara en el aeropuerto y no se planteó nada.
"Puedo escribir allá", pensó. Pero no podía. La habitación del hotel le parecía fría, con la luz muy blanca y las paredes muy vacías, echaba de menos su biblioteca y su lámpara de mesa.
"Me cago en Clara", pensó. Clara no tenía la culpa de que él estuviera ahí, pero en cierta manera era responsable porque había insistido demasiado. Además, siempre encontraba un motivo para cagarse en ella.
Dejó el libro sobre la mesita y se marchó.
Una vez afuera se sintió mejor, el aire en la cara y la luz tenue de la luna lo hicieron escapar por un momento del presente, olvidar el aburrimiento. Caminó por calles angostas y sinuosas, mirando distraidamente a la gente y a los autos que pasaban. Le gustaban las ciudades. No soportaba el silencio del campo, el silencio de la noche en el campo. Cuando era chico solía disfrutarlo, largas noches mirando la oscuridad total, pensando en el Universo, que estaba ahí y él no podía descifrarlo. Luego conoció las ciudades y los ruidos le gustaron más que aquel silencio. Al principio, de tanto en tanto, volvía a necesitarlo, y se iba algún fin de semana por ahí, casi siempre con Clara. Pero luego comenzó a no soportarlo, ya no podía pasar una noche estéril mirando las estrellas, quería estar activo para sentirse vivo, la paz y la calma lo aburrían, el aburrimiento lo apabullaba. Odiaba aburrirse.
Mientras caminaba encontró en una calle bastante transitada un bar chiquito, oscuro. Le recordó a un bar de Buenos Aires, o de Córdoba. Con música de fondo y con hombres solos tomando cerveza apoyados en la barra, y con mujeres feas y ordinarias que pululaban por ahí intentando llamar la atención de alguno. La mayoría de las veces lo lograban, y se sentaban en alguna mesa a tomar algo.
Entró en ese bar y se buscó un rincón en la barra, alejado un poco de la puerta pero desde donde pudiera ver la calle. Pidió una cerveza y mientras se la servían, una mujer con el pelo teñido de rubio y los labios pintados de violeta se le sentó al lado y comenzó a hablarle.
Era fea, pero su voz era agradable y le contaba anécdotas divertidas, así que le ofreció una cerveza y se quedó charlando con ella.
"Mi problema es el aburrimiento", dijo él un poco en broma. Ella lo miró con ojos de vaca y le dijo que eso no era un problema, que había muchas formas de no aburrirse y que no era necesario andar tanto para encontrarlas.
Él se rió, pero pensó que la mujer no entendía nada. Siguieron hablando un rato y tomando cerveza, ya no recordaba cuantas había tomado ni desde que hora estaba en ese bar. Al fondo de la barra se veía una puertita de madera, y hacia allí se dirigió tambaleante, pensando que iba a encontrar un baño. En vez de eso, había un pequeño patio con una mesa, en la que estaba sentado un viejo que tomaba algo en un vaso grande. Blas lo miró un instante y enseguida dio la vuelta y se fue para un rincón, intentando alejarse lo más posible del viejo, que no era tanto porque el patio era muy chico. Se dobló sobre sus rodillas y vomitó, mucho y haciendo mucho ruido.
El viejo desde la mesa lo miraba, y una sonrisa irónica se le escapaba de los labios. Cuando pudo incorporarse Blas se dirigió al viejo que le hizo un gesto de sentarse en la silla vacía que tenía a su lado. "No es tan viejo", pensó. Tendría unos cuarenta y nueve años, o cincuenta. El pelo entre rubio y blanco, la barba igual. Las manos grandes y callosas, los ojos claros. El viejo le hablaba en un idioma que Blas no conocía, y se sentía como en un sueño. Lo miraba y lo escuchaba, pero todo parecía estar sucediendo en otro tiempo, o en otra realidad. Luego de un intervalo de tiempo que no hubiera podido precisar con exactitud, vio aparecer por la puerta de madera a la rubia con la que había estado hablando en la barra. La rubia hablaba inglés, y se sentó con ellos y empezó a hablar con el viejo. "Por lo menos ahora entiendo", pensaba Blas, pero no los estaba escuchando. La sensación de que algo iba a pasar no lo dejaba concentrarse. "Esto es muy aburrido", pensaba, "no puede ser real". La realidad es a veces aburrida, y esa era una idea que no podía soportar. Estaba borracho y le hubiera gustado estar drogado, pero más le hubiera gustado todavía que algo lo sacara de ese estado de aburrimiento eterno en el que se encontraba esa noche. "Vacaciones de mierda, me cago en Clara", pensó otra vez.
De repente se dio cuenta de que arriba de la mesa estaban el viejo y la rubia desnudos cogiendo. Los miró extrañado, los cuerpos feos le causaban cierta repulsión, y a la vez se sentía atraído por la escena. Nunca había visto coger a otros en vivo. Miraba con detenimiento las caras, y oía los gemidos, y más todavía le parecía que estaba soñando. La rubia se agarraba con fuerza de los hombros del viejo, como queriendo atraerlo más hacia su cuerpo, y al viejo parecía gustarle porque cerraba los ojos y entreabría la boca, bufando como un toro.
Trató de recordar la cara de Clara mientras cogían, pero no la recordaba. Se dio cuenta de que nunca la miraba, nunca la había visto. Clara era linda y le gustaba, o por lo menos eso había pensado siempre, y ahora notaba que nunca se había fijado en su cara cuando hacían el amor. No sabría decir si cerraba los ojos, si abría la boca, si torcía el cuello para atrás, si se mordía los labios, nada. Miraba a la rubia que hacía todo tipo de morisquetas y trataba de encajarlas en la cara de Clara, pero no encajaban. Esos labios gruesos y violetas no encajaban.
Sintió un gran deseo de irse. No estaba excitado, mas bien asqueado. Los ruidos y movimientos que tanto conocía le resultaban extraños y salvajes, pero de un salvaje feo y animal, de un salvaje que le daba asco y más ganas de vomitar. Como si en vez de ver a dos personas cogiendo estuviera mirando como mataban y torturaban a alguien, como si en vez de olor a sexo hubiera olor a sangre, como si en vez de gemidos de placer fueran gritos de dolor y sufrimiento.
Se paró medio tambaleante todavía y se terminó de un trago lo que había en el vaso del viejo, que le pareció que era whisky, pero no estaba seguro.
Todavía borracho y todavía aburrido, salió para la calle. "Me cago en Clara", volvió a pensar, mientras se dirigía de vuelta al hotel, y pensaba amargamente en cual sería la razón ("la puta razón", fue su pensamiento) por la que las cosas interesantes parecían pasarle solamente a los demás.

Sunday, September 09, 2007

ganas de escribir

Resulta que me dieron ganas de escribir. Cualquiera podría pensar que ese es motivo suficiente para sentarme a escribir algo, pero no, no lo es.
Las ganas de escribir son apenas el primer estìmulo, que debe necesariamente ser secundado por muchos factores, la mayoría de ellos casuales y aleatorios, los que definiràn luego si las ganas se plasman o no se plasman en algún escrito inútil.
Por ejemplo ahora, mientras escribo, un ruido insoportable como de turbina, que no logro identificar de dónde viene, hace que las ganas de escribir desaparezcan. No me puedo concentrar en lo que pienso y por eso es muy probable que además de inútil, este escrito sea incoherente. Pero persisto en mi actitud de escribiente porque no me gusta dejarme abatir por razones aleatorias. En este caso la decisión está tomada, y así será.
Lo que falta, y ese es un factor fundamental, es la idea. Las ganas de escribir necesitan del vector "idea" para plasmarse con éxito, sin él, no se llegará a ningún final feliz. O sea que ya carezco de dos cosas importantes: la idea y la concentración. Tal vez debería ir resignando mis ganas y dejarlas para otra oportunidad más adecuada. Tal vez es hora de aprender que aquella famosa canción infantil "si tu tienes muchas ganas de aplaudir, si tu tienes muchas ganas de aplaudir, si tu tienes la razón, y no hay oposiciòn, no te quedes con las ganas de aplaudir" no siempre se puede aplicar a la vida misma. Tal vez es mejor que vaya cerrando esto y aparezca dentro de algún tiempito, cuando las ganas vengan acompañandas.