Ay ay, en qué nos estamos convirtiendo, decía mientras se miraba al espejo y se contaba las arrugas nuevas que tenía por acá y por allá.
Durante el desayuno la hermana le había dicho "Se hizo torta un avión. Se murieron nada más que treinta".
¿Nada más? Nada más.
Este mundo loco y abundante nos hace creer que treinta son pocos. Ni siquiera nos planteamos que si vamos al banco a pagar un impuesto y hay treinta tipos en la cola damos la vuelta indignados porque "es mucha gente". Pero si se matan treinta, son pocos. Casi nada. Nada.
En eso pensaba. Y se miraba la barba blanca, las patas de gallo y algunas canas.
Los años habían pasado así, de prisa. O a los pedos, según les guste más. Tan de prisa o a los pedos que no se había dado cuenta de nada.
Cuando sus hijos fueron grandes empezó a sospechar que no los había disfrutado. Cuando su mujer lo dejó por otro empezó a sospechar que estaba enamorado de ella. Pero ¿qué le vamos a decir? A todos nos pasa más o menos la misma cosa, no nos damos cuenta de nada.
Había pecado muchas veces: de egoísta, de soberbio, de amarrete y de malhumorado. Tal vez ese era el peor de todos sus pecados.
Desde la cocina escuchó la voz de pito de su hermana que le gritaba "ya está, se murió". Estaría hablando del canario.
La hermana lloraba en la cocina y acariciaba al bicho muerto. Ella, la misma que le acababa de decir "nada más que treinta".
Lloraba como si fuera su propia madre la que yacía muerta sobre la mesa. Un canario de mierda, pensó él. Nada más que treinta. ¿Cuándo dejamos de ser víctimas para convertirnos en verdugos? En eso pensaba. Y decía: "Ay ay ay, en qué nos estamos convirtiendo..."
Tuesday, March 17, 2009
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