Tuesday, July 31, 2007

envidia

Sentado en el banquito de madera miraba por la ventana y trataba de imaginarse afuera. Pero hacía mucho frío, y sus manos aferradas a la taza de café se negaban a hacer el ademán que tenían que hacer para que se levantara y saliera de una vez por todas.
Serían las cinco de la mañana, y ya empezaba a aclarar. Un tero por ahí, alguna vaca por allá, el frío y el perfume que tanto amaba de los eucaliptos de atrás de la casa iban a ser su única compañía del día, como todos los días, tal vez para siempre.
A veces se preguntaba, ¿cómo sería no estar solo? Vivir con alguien, tal vez con hijos, tener con quién comentar la fría mañana y el amargo café. De todos modos, no era hombre de muchas palabras. Una compañía a la corta o a la larga lo hubiera disturbado, porque él prefería el inmenso silencio, la inmensa soledad, a las pequeñas charlas cotidianas.
Podríamos contar historias inverosímiles o demasiado reales acerca de él. Por ejemplo, que tuvo una familia, una mujer e hijos, pero que la fatalidad quiso que los perdiera, y por eso hoy está solo. O que siendo un niño muy pequeño sufrió grandes tormentos o tuvo un padre violento o una madre borracha, y por eso luego no quiso formar una familia, para evitar a sus posibles hijos un sufrimiento que le haría revivir el propio. Tal vez alguna de estas historias sí sea cierta, o mejor dicho, también sea cierta, pero la verdad más cruda, esa que está a primera vista, esa con la que nos topamos cuando lo miramos, es que está solo porque le gusta. Luego sí, podríamos escarbar en esos gustos y tratar de buscarles un por qué, pero eso sería ya hilar muy fino y meternos en caminos muy sinuosos que no queremos recorrer.
El viejo está solo porque le gusta. Sentirse parte del mundo silencioso que lo rodea, estar en armonía con la naturaleza, ser uno con la tierra y el campo. Claro que él no sabe estas cosas. Él se pregunta, día y noche, si podría haber sido distinto. Nosotros sabemos que no. Nació para vivir así, así se va a morir. Pero no se lo decimos, porque una de las cosas más interesantes de la vida es que no sabemos cómo va a terminar, que podemos esperar el giro hasta el ultimo segundo, que siempre pensamos que algo va a pasar y que todo va a cambiar y que vamos a estar mejor, o peor. El viejo no tenía esperanzas, pero él creía tenerlas. El simple hecho de preguntarse si podría haber sido distinto lo hacía sentirse otro, tal vez ese otro que soñaba ser sin saberlo.
Nos equivocamos si pensamos que la vida del campo es simple. El hombre solo y en silencio se enfrenta todos los días al universo, y tal vez lo más complicado es que no lo sabe, y esas preguntas que no se hace se amontonan en su alma y le dan una pesadez y una templanza que no tenemos nosotros, los hombres y mujeres de la ciudad.
El viejo vivía la vida que le había tocado en suerte aparentemente sin quejarse, sin alegrase, sin inmutarse.
Si fuéramos agudos observadores tal vez veríamos un vestigio de felicidad, pero nosotros, observadores casuales y superficiales, no vemos nada. Vemos unos ojos apagados y un dolor silenciado en algún lugar del pecho, y nada más.
Miramos al viejo silencioso que mira al mundo también silencioso por la ventana y pensamos que qué triste, que qué frío, que qué feo estar en su lugar. Y tal vez lo envidiamos, pero nosotros no lo sabemos.

Tuesday, July 17, 2007

la persiana

Subo la persiana. El sol entra por mis ojos y me atraviesa la cabeza, me quema por dentro. Bajo la persiana. Los haces de luz pasan por los agujeritos que quedan y dibujan en el piso un gruyere invertido. Me siento en mi rincón y miro el piso. El gigante gruyere invertido. Como un ratón, me arrastro por el queso intentando agarrar algo, pero las manchitas de luz se dibujan en mi cuerpo y el gruyere desaparece entre mis dedos. Subo la persiana. Otra vez el sol y el aire, la claridad me turba las ideas y no puedo mirar para afuera. Bajo la persiana. No vuelvo a mi rincón, no quiero. Me tiro en el medio del salón y miro el techo. En el techo no hay nada, el techo blanco. El foquito que pende del cable me insinúa muchas cosas: me insinúa dejadez, soledad y tristeza. Subo la persiana. Un pájaro en un árbol canta. Lo oigo cantar y lo envidio, quién pudiera ser pájaro inocente. Bajo la persiana. Ahora duermo un rato, pero quiero despertarme. Y cuando me despierte, voy a salir a la calle. Cuando me despierte, la persiana estará baja, pero no voy a mirarla.