Sunday, June 24, 2007

la mentira

Me bajé del colectivo y miré para atrás, instintivamente. Algo me decía que alguien me miraba. Y ahí estaba. Sentado contra una vidriera, todo sucio, con una lata de dulce de batata a sus pies, con un cartel que decía "soy povre, tengo cinco ijos y no tengo trabajo". Me miraba con ojos enajenados, me miraba con reproche. Lo primero que pensé fue "Que se cague. Todos tenemos problemas. Qué fácil es sentarse ahí a no hacer nada y esperar que los demás nos solucionen la vida". Iba a seguir caminando sin detenerme, pero sentí la rara necesidad de decirle lo que pensaba en la cara. Así que me dirigí a él con paso decidido y (dejándole una moneda en la latita) le dije eso que había pensado. Me siguió mirando (ni siquiera me agradeció la moneda) y cuando estaba por irme, me dijo con voz ronca "Cuándo el señor de camisa negra se baje del próximo 106 que pare, seguilo y fijate a dónde va". Hice el gesto como para responderle que estaba loco, pero no me salió la voz. "Qué locura", pensé, mientras miraba bajar al tipo del colectivo y me preparaba para seguirlo. No tenía más directivas que esa, no sabía si después tenía que volver a contarle, no sabía ni siquiera quién era el que me había dado la orden y menos aún sabía por qué la estaba obedeciendo. Pero como una autómata caminé por las calles de Buenos Aires, siguiendo al señor de camisa negra. Después de unos quince minutos, entró en un edificio. "¿Y ahora?", pensé. Me quedé un segundo parada, mirando la puerta cerrada, y estaba por empezar a caminar otra vez cuando el tipo de camisa negra salió. No sabía qué hacer, la ridiculez de la situación me superaba, pero era todo tan raro que la razón ya no contaba y por eso continué caminando atrás del tipo. No hizo nada que resultara "sospechoso". Fue (fuimos) al supermercado, al banco, a la farmacia, otra vez al primer edificio. Ahí terminaba mi espionaje, yo no podía entrar.
Después de un rato de esperar y al ver que el tipo no salía, me fui a mi casa.
Al día siguiente, la escena se repitió casi idéntica. Y al otro, y al otro. Nunca supe para qué seguía al tipo, el linyera nunca me preguntó a dónde iba ni qué hacía, pero mi tarea de espía había empezado a gustarme y ya organizaba mi día entorno a eso.
Me sentía en cierta manera "importante", aunque era bastante dudosa la "utilidad" de mi servicio. Nunca crucé más palabras con el linyera, nunca el señor de camisa negra hizo un itinerario diverso.
Después de varios meses de este raro e inútil espionaje, un día me bajé del colectivo y no vi al linyera. Me quedé esperando un rato y del 106 vi bajarse al señor de camisa negra. Por costumbre, por obligación o por inercia, lo seguí una vez más. Pero esta vez cambiamos de recorrido. Habremos caminado al menos una hora y media, cuando veo que el señor de camisa negra gira la cabeza en varias direcciones y, al final, entra en un zaguán. Esta vez me pareció que tenía que seguirlo también ahí, que debía traspasar ese límite de las puertas que el otro atravesaba. Tomé un poco de aire y entré.
Del zaguán se entraba a un patio, un patio viejo, de los de antes, con piso de ladrillos rotos y gastados y macetas con malvones anaranjados. Atravesando el patio había una puerta de madera pintada de azul, que seguramente había conocido mejores épocas que ésta, pero así y todo era graciosa en su ultrajada elegancia.
Supuse que el señor de camisa negra estaría ahí, porque no había otra puerta y, a no ser que tuviera la capacidad de volar o la de volverse invisible, no había salido por la puerta del zaguán que yo acababa de atravesar. Así es que volví a tomar aire y entré en un saloncito, empujando suavemente la puerta azul.
Atónita, mire como un grupo de personas me miraba sonriendo y aplaudía. Otro grupo de personas, tan atónitas como yo (entre ellas estaba el señor de camisa negra), miraba a los que aplaudían y a mí, alternadamente, y hacían gestos raros con la boca y se notaba que estaban nerviosos. Cuando los que aplaudían se calmaron un poco vimos aparecer de atrás de un biombo al linyera que, sonriendo, miraba a los que aplaudían y nos señalaba a nosotros con gesto complacido. "Nosotros" seríamos unos cuarenta, tal vez más. Los que aplaudían, diez o quince.
El linyera hizo un breve discursito explicando que "nosotros" éramos las ratas de laboratorio para un experimento que se había propuesto hacer para no sé que cátedra de no sé cual facultad, por lo que supuse que los que aplaudían serían sus estudiantes. Así supimos que, en realidad, éramos cuarenta personas (o más) que nos seguíamos entre nosotros, sin saber por qué. Yo seguía al de camisa negra, que a su vez seguía a la señora vieja, que a su vez seguía al chico de anteojos, que a su vez seguía a la pareja de estudiantes, y así. A mí me seguía una mujer de unos cincuenta años y debo decir que cuando la vi entrar al saloncito (unos cinco minutos más tarde que yo) tuve la vaga sensación de haberla visto antes, pero solo eso, una vaga sensación.
Me sentía indignada y humillada, estafada en mi buena fe por el falso linyera de mierda que ahora se regodeaba frente a sus estudiantes y les explicaba los pormenores del experimento y los porqués de la mente humana. Iba a preguntarle cómo nos había elegido, qué cualidades había buscado en nosotros, pero el linyera cerró su discurso con una frase que no dejó ninguna duda. Con tono airoso y un poco pedante y soberbio dijo: "Y todo esto, mis estimados alumnos, demuestra una vez más que el ser humano es, ante todo, estúpido".
Me fui porque ya no quise escuchar los aplausos de los que aplaudían. En la calle vi al señor de camisa negra que iba cabizbajo y triste, casi tanto como yo. Por un momento tuve la tentación de volver a seguirlo, pero supe que sería una persecución vana. Así que me volví caminando a casa, desandando el camino que había hecho "acompañada" de tanta gente que, como yo, tal vez se sentía útil e importante, pero esta vez con la certeza absoluta de que mi estupidez, y la de los otros, no tenía límites.

Saturday, June 02, 2007

puntos de vista

Alda.
Pablo agarró el teléfono y llamó a la policía. Enseguida me dijo que me fuera a otra parte, así no tenía que ver el cadáver, pero yo quería verlo, así que de pasada me asomé. Marcos estaba sentado mirando la ventana y creo que no me vio, ella estaba en el suelo con la cabeza reventada y con el martillo todavía encima del pelo ensangrentado. Un poco de alegría sentí, por ella, por el fin de su agonía. Después me fui, y ya no volví a verlos nunca más, ni a Pablo, ni a Marcos, ni a nadie. Ahora que lo pienso, tal vez me escapé, pero ¿que podía hacer? ¿Quedarme? No, ¿para qué? Yo soy de esas personas que prefieren no ver la realidad...


Marcos.
Cuando me di cuenta de lo que acababa de hacer me dio mucho miedo. Tiré el martillo lejos, como para liberarme del peso de la acción que había cometido, pero el martillo dio un par de giros en el suelo y le volvió a pegar en la cabeza. Se me escapó una sonrisa, porque pensé que ella se estaría riendo si hubiera visto la extraña situación. Después sentí los pasos en la escalera y lo vi a Pablo que me miraba incrédulo, agarrando el picaporte y sin nada que decir. Ahora ya era tarde, no podía ni escaparme, así que me senté a esperar que todo pase y ya no me planteo nada. Acá sigo esperando, todavía no llegaron.


Yo.
Ni bien me morí, me di cuenta de que me había equivocado. Además ahora no podía agradecerle, y seguramente él no sabía que yo le estaba agradecida a pesar de todo, porque soy una persona (¿o era?) que sabe reconocer los esfuerzos de los demás. Y ahora se me planteaba ese problema ¿cómo le iba a poder agradecer si estaba muerta? Un poco de celos sentí, también, porque me miraba ahí con la cabeza reventada contra el piso y no podía sentir más nada, ni frío ni calor ni hambre ni sueño, y me dio un poco de rabia que él sí pudiera. Pero bueno, al pan pan y al vino vino, muerta estaba, muerta estoy, y ahora es tarde para replanteos.


Alda.
Estábamos mirando la televisión cuando de repente escuchamos unos golpes tremendos, como de un martillo. No entendíamos lo que estaba pasando, pero Pablo me dijo que me quedara tranquila que el se iba a ir a fijar. Yo no podía más de la ansiedad, pero no me animaba a bajar las escaleras. De repente, los golpes cesaron, y Pablo apareció pálido en la puerta, mirándome asustado y desconcertado. “La mató”, me dijo “la mató a martillazos el muy animal”. Yo no le dije nada, porque creo que desde un principio lo había sospechado.


Marcos.
Me pidió que agarrara un martillo que había sobre la mesa y que le pegara en la cabeza. Yo primero pensé que estaba loca, que me estaba jodiendo o que quería ver mi reacción, pero después me di cuenta de que estaba hablando en serio, “vos me dijiste que harías cualquier cosa por mí”, me repetía, y me señalaba el martillo. Le dije que bueno, que estaba bien, pero que me avisara si le dolía. Primero empecé a pegarle casi con miedo, despacio, pero ella seguía inmutable y me miraba casi casi con placer, así que agarré el martillo con más fuerza y los golpes fueron cada vez más certeros y potentes. Un poco de sangre aquí y allá y alguna palabra que no alcancé a comprender, después, se desvaneció para siempre...



Yo.
Cuando pienses que no podés más, avisame, me dijo, y empezó a martillarme la cabeza. Primero, tengo que reconocer, me confundió un poco. Un poco me dolía, un poco me mareaba, otro poco me gustaba. Él, empuñando el martillo con fuerza, no paraba de golpearme. Un poco de sangre por acá y por allá, pero nada grave. Todavía no había perdido la conciencia cuando le pedí que pare, pero se ve que no me escuchó, tan posesionado estaba. Así siguió pegándome y pegándome hasta que no pude más, y me morí. No me quejo, después de todo, creo que yo se lo había pedido.