Thursday, February 23, 2012
La soledad
Así empieza todo. Allá abajo está el hueco, y no queremos caernos, pero ya es tarde. Un día de calma y cuatro de caos, atados apenas con unos recuerdos de épocas mejores.
Saturday, February 18, 2012
Tuesday, March 15, 2011
Cuento que me regaló Manu para mi cumpleaños, se lo dictó a la tía. Lo transcribo tal cual ella lo dijo.
Una princesa un día se asustó de una sombra, que mañana agarró su varita y después supo que era una bruja. Que un día se pinchó un dedo y se cayó, vinieron los árboles y después el príncipe Alfonso. Vino un dragón y el príncipe lo mató. Que un día se pinchó con un pastito y que un día pisaron un "cartus" (cactus) descalzos, el príncipe y la princesa, y que un día el caballo se tropezó con una piedrita y había un montón y se siguió tropezando. Y que le dio una flor a la princesa, cuando se murió. Y un día el príncipe y la princesa se conocieron y se tropezaron con una moto. Mañana se fueron a París y colorín colorado este cuento se acabó. Zapatito roto mañana te cuento otro.
Thursday, March 04, 2010
Un tal Esteban.
Otra participación en el TELITA.
Tocaron el timbre y un hombre mayor me dijo “Cerco Piero”. Yo mal que mal entendía el italiano, pero fue tan imprevista la llegada de ese hombre que me lo tuvo que repetir dos o tres veces hasta que reaccioné y pude entender lo que me estaba diciendo.
Salí corriendo para el fondo y le grité al abuelo que estaba en el galpón “¡te buscan!”
“Decile que pase”, dijo el viejo sin levantar la vista de su trabajo, que hacía por puro placer nomás. De viejo se le había dado por la carpintería.
“Adelante”, le dije al desconocido, y me quedé jugando en el patio sin prestarles mayor atención.
El hombre fue hasta donde estaba el abuelo y le dijo algo en italiano que no llegué a comprender.
“Me encontraste”, dijo el Nono en castellano, aunque supongo que el otro no lo entendía. “Te esperé mucho tiempo”. Lo miró agradecido, y le dijo “il bambino”, señalándome con la cabeza.
El otro me miró y sonrió, y se quedó sentado mirando como trabajaba mi abuelo, sin decir ni una palabra, como esperando algo.
Entonces el abuelo me llamó y me dijo que fuera a la casa de María, “a ver si está tu madre”, dijo. Yo salí corriendo y, habría hecho media cuadra cuando escuché un disparo.
Llegué a lo de María y le dije a mi mamá que el abuelo la buscaba y que había oído un disparo y que había un desconocido en casa y salimos corriendo los dos.
Lo encontramos tirado en el suelo, casi muerto. Mamá le agarró la mano y él llegó a decirle antes de morirse “Es mi amigo. Teníamos un pacto. Yo se lo pedí.”
El otro, lo miraba y lloraba. Era tan viejo como él, y sostenía la pistola en la mano sin saber qué hacer.
Le dijo a mi mamá “Abbiamo lottato insieme nella guerra. Lui me l’aveva chiesto tempo fa, io non lo trovavo. Scusatemi.”
Mamá me abrazó y lloró. Yo, de tan asustado que estaba, no podía ni llorar. Miraba al abuelo que estaba en el suelo, con la cabeza llena de sangre y los ojos abiertos, sentía entre asco, pena, tristeza, asombro y un poco de alegría infantil, por haber presenciado una muerte en vivo, una muerte de verdad.
El italiano dio media vuelta y empezó a caminar hacia la salida. Cuando estaba llegando a la puerta giró la cabeza y dijo “Mi chiamo Esteban”.
Y eso fue todo lo que supimos sobre la muerte de mi abuelo: que un tal Esteban había sido el encargado de ejecutar un extraño pedido y que ya nadie nos iba a explicar nada más. Nunca más.
Tocaron el timbre y un hombre mayor me dijo “Cerco Piero”. Yo mal que mal entendía el italiano, pero fue tan imprevista la llegada de ese hombre que me lo tuvo que repetir dos o tres veces hasta que reaccioné y pude entender lo que me estaba diciendo.
Salí corriendo para el fondo y le grité al abuelo que estaba en el galpón “¡te buscan!”
“Decile que pase”, dijo el viejo sin levantar la vista de su trabajo, que hacía por puro placer nomás. De viejo se le había dado por la carpintería.
“Adelante”, le dije al desconocido, y me quedé jugando en el patio sin prestarles mayor atención.
El hombre fue hasta donde estaba el abuelo y le dijo algo en italiano que no llegué a comprender.
“Me encontraste”, dijo el Nono en castellano, aunque supongo que el otro no lo entendía. “Te esperé mucho tiempo”. Lo miró agradecido, y le dijo “il bambino”, señalándome con la cabeza.
El otro me miró y sonrió, y se quedó sentado mirando como trabajaba mi abuelo, sin decir ni una palabra, como esperando algo.
Entonces el abuelo me llamó y me dijo que fuera a la casa de María, “a ver si está tu madre”, dijo. Yo salí corriendo y, habría hecho media cuadra cuando escuché un disparo.
Llegué a lo de María y le dije a mi mamá que el abuelo la buscaba y que había oído un disparo y que había un desconocido en casa y salimos corriendo los dos.
Lo encontramos tirado en el suelo, casi muerto. Mamá le agarró la mano y él llegó a decirle antes de morirse “Es mi amigo. Teníamos un pacto. Yo se lo pedí.”
El otro, lo miraba y lloraba. Era tan viejo como él, y sostenía la pistola en la mano sin saber qué hacer.
Le dijo a mi mamá “Abbiamo lottato insieme nella guerra. Lui me l’aveva chiesto tempo fa, io non lo trovavo. Scusatemi.”
Mamá me abrazó y lloró. Yo, de tan asustado que estaba, no podía ni llorar. Miraba al abuelo que estaba en el suelo, con la cabeza llena de sangre y los ojos abiertos, sentía entre asco, pena, tristeza, asombro y un poco de alegría infantil, por haber presenciado una muerte en vivo, una muerte de verdad.
El italiano dio media vuelta y empezó a caminar hacia la salida. Cuando estaba llegando a la puerta giró la cabeza y dijo “Mi chiamo Esteban”.
Y eso fue todo lo que supimos sobre la muerte de mi abuelo: que un tal Esteban había sido el encargado de ejecutar un extraño pedido y que ya nadie nos iba a explicar nada más. Nunca más.
Saturday, November 21, 2009
privilegio
"La lluvia me inspira. Bah, es una forma de decir. La lluvia me transmite cosas.
Cuando llueve todo se diluye. La tristeza, la angustia, el dolor, la pena; pero también la alegría, el sueño, el amor.
La lluvia es imperativa, es vital, es necesidad, molestia, belleza, sorpresa."
Mientras pensaba eso, acomodaba el nudo de la soga.
Así preparó su muerte, disfrutando intensamente de ese último momento de vida.
Así hubiera querido morir.
Al final, el hombre es cobarde. Dejó la soga a un lado y puso la pava en el fuego.
Preparó mate amargo y siguió mirando la lluvia por la ventana. Todo se diluye, incluso la decisión de morir.
Al final, el hombre es valiente. Un poco de esperanza de que algo (no todo) iba a cambiar, de que el mundo puede ser más justo. Una utopía. El mundo es injusto y, mientras él pensaba en matarse tomando mate al abrigo de su casa, otros intentaban sobrevivir en los lugares más horribles, en las situaciones más violentas, en el peor de los mundos.
Al final, el hombre es indolente.
Llorar de desesperación no sirve, aunque al menos es un paso adelante.
Cuando llueve todo se diluye. La tristeza, la angustia, el dolor, la pena; pero también la alegría, el sueño, el amor.
La lluvia es imperativa, es vital, es necesidad, molestia, belleza, sorpresa."
Mientras pensaba eso, acomodaba el nudo de la soga.
Así preparó su muerte, disfrutando intensamente de ese último momento de vida.
Así hubiera querido morir.
Al final, el hombre es cobarde. Dejó la soga a un lado y puso la pava en el fuego.
Preparó mate amargo y siguió mirando la lluvia por la ventana. Todo se diluye, incluso la decisión de morir.
Al final, el hombre es valiente. Un poco de esperanza de que algo (no todo) iba a cambiar, de que el mundo puede ser más justo. Una utopía. El mundo es injusto y, mientras él pensaba en matarse tomando mate al abrigo de su casa, otros intentaban sobrevivir en los lugares más horribles, en las situaciones más violentas, en el peor de los mundos.
Al final, el hombre es indolente.
Llorar de desesperación no sirve, aunque al menos es un paso adelante.
Monday, October 05, 2009
grito
Al final de la tarde me gusta mirar por la ventana. Miro para afuera y las cosas parece que se ordenan. No digamos que todo es claro, apenas un poco más claro.
Cuando entré a este lugar pensaba que iba a ser para siempre, y no me importaba. Ahora sé que voy a salir, en cualquier momento voy a salir, y ni siquiera estoy ansioso. Ya conozco lo que hay del otro lado de la puerta, no es mucho mejor que esto.
Tal vez no te dopan, es cierto, o no con esta mierda que me dan a mí cada mañana, pero te dan otras mierdas mucho más letales.
Cuando miro por la ventana vuelvo al tren, al tren de mi infancia. Veo las calles de tierra y los alambrados cubiertos de enredaderas verdes con flores lilas, veo las casas. Todo está tan cerca, y es increíble.
Me gustaba mirar las casas, cuando era chico. Ver las luces prendidas desde afuera y adivinar la vida de adentro, como si fueran libros de cuentos, como los cuentos que nadie me contaba.
Ahora no me gusta, ahora lloro. No quiero que me cuenten cuentos, y mucho menos cuentos tristes, pero veo las casas y los cuentos se fotografían en mi frente con una nitidez horrible, veo lo que pasa, veo la bronca, la impotencia, el frío, la resignación, la murria. Veo el asco, el miedo, el desprecio. Veo todo y entiendo todo y no lo puedo soportar.
Cuando salga de acá va a ser muy difícil. Voy a volver a matar, cuando salga de acá.
Cuando entré a este lugar pensaba que iba a ser para siempre, y no me importaba. Ahora sé que voy a salir, en cualquier momento voy a salir, y ni siquiera estoy ansioso. Ya conozco lo que hay del otro lado de la puerta, no es mucho mejor que esto.
Tal vez no te dopan, es cierto, o no con esta mierda que me dan a mí cada mañana, pero te dan otras mierdas mucho más letales.
Cuando miro por la ventana vuelvo al tren, al tren de mi infancia. Veo las calles de tierra y los alambrados cubiertos de enredaderas verdes con flores lilas, veo las casas. Todo está tan cerca, y es increíble.
Me gustaba mirar las casas, cuando era chico. Ver las luces prendidas desde afuera y adivinar la vida de adentro, como si fueran libros de cuentos, como los cuentos que nadie me contaba.
Ahora no me gusta, ahora lloro. No quiero que me cuenten cuentos, y mucho menos cuentos tristes, pero veo las casas y los cuentos se fotografían en mi frente con una nitidez horrible, veo lo que pasa, veo la bronca, la impotencia, el frío, la resignación, la murria. Veo el asco, el miedo, el desprecio. Veo todo y entiendo todo y no lo puedo soportar.
Cuando salga de acá va a ser muy difícil. Voy a volver a matar, cuando salga de acá.
Friday, September 11, 2009
no tienes más invitaciones, Amanda.
Participación en el TELITA
El proyecto era simple: agarrar la topadora y arrasar con todo lo que hubiera en el pequeño poblado del norte donde, a lo sumo, unos treinta indígenas vivían sin respetar las leyes que manda la etiqueta y la religión.
Doña Amanda era estricta. En su campo se podía vivir siempre y cuando se casara uno por iglesia y no tuviera más de una mujer.
Hacía rato que venía insistiendo con el tema a su marido, el Patrón, pero él la ignoraba como ignoraba todo lo que lo rodeaba, excluyendo su hacienda y sus plantaciones, y alguna que otra actividad que lo entretenía en los largos meses del campo.
Había accedido al pedido de Amanda porque, según él recordaba, esta era la segunda oportunidad en la que ella insistía tanto con un asunto. La primera había sido una disputa sin importancia por unos caballos con el dueño de la estancia vecina. Amanda reclamaba una tropilla que, decía, había ido a parar al otro lado del alambrado quién sabe cómo. Había que reconocerle su gran memoria, identificaba a todos los caballos de la estancia, eran su especial debilidad. Como no tenían hijos prácticamente dedicaba su vida a cuidarlos. Así que aquella vez el Patrón había ido a hablar con el vecino y había recuperado la tropilla. Un episodio aislado en su rutinaria vida, Amanda no solía interferir en los asuntos de la estancia.
Ahora, después de escuchar interminables súplicas, había accedido a echar de su campo a esos “indecentes”, según el decir de su esposa. También había pensado que, complaciendo a su mujer, podría recuperar unas cuantas hectáreas del campo, justo dónde estaba la laguna, y podría ir a pescar sin las inoportunas miradas de la gente que lo veía pasar y casi lo veneraba.
Amanda había venido a saber por medio de la mujer del capataz que los indígenas no respetaban las leyes de Dios. O al menos no las del Dios de Amanda. Los habían visto una vez rezando a la Virgen de Santa Rosa, pero también era sabido que convivían sin estar unidos por la Santa Iglesia Católica y eso era algo que no podía tolerar.
El Patrón fue al pueblo y alquiló una topadora.
Unos días antes el capataz fue el encargado de avisarles a los indígenas que debían irse, so pena de morir aplastados en sus ranchos de adobe.
Sobra decir que la noticia no tuvo una buena acogida entre la pequeña población. Las mujeres lloraban, desesperadas, una semana es muy poco tiempo para buscarse una casa.
Los hombres, más drásticos, agarraron las escopetas y fueron a hablar con el Patrón.
Lo encontraron sentado mirando la televisión, aburrido en su living, solo.
El Patrón los vio venir pero no se movió. Tenía años de campo y sabía que las cosas se arreglaban con distancia y frialdad.
Los dejó llegar hasta la galería y se levantó, con la mirada pétrea. Escuchó las razones de los hombres y con la voz grave y pausada respondió: “Ahí tienen la capilla. Arreglen sus asuntos y se quedan, no los arreglan y se van”.
Los hombres no estaban dispuestos a escuchar sermones. Volvieron a exponer sus razones, por demás justas, pero esta vez un poco más violentamente.
El Patrón no se inmutó. Les dio la espalda tranquilamente y volvió a sentarse en su sillón, sin responderles siquiera. Ya había dicho lo que tenía que decir, no iban a venir a decirle a él qué era lo que debía hacer en sus tierras, ni estos hombres con escopetas, ni nadie.
No era por Amanda que se mantenía tan firme, sino porque no le gustaba que contrariaran su voluntad.
Los hombres se quedaron en la galería, con las escopetas en la mano, sin saber qué hacer. Se miraban sin hablar, esperaban al capataz que no llegaba, aunque no sabían para qué lo esperaban, adivinaban esa espera inútil.
No podían volver sin respuesta a sus mujeres e hijos. Mejor dicho, no podían volver con esa respuesta. Se sentían humillados, sentían que la tensión a la sombra de la galería crecía cada vez más y que algo tenían que hacer.
Una pareja de hombres que estaba cerca de la ventana tomó una mesa de madera que había en la galería y la tiró contra la pared, haciendo mucho ruido y despedazándola.
El Patrón se sobresaltó, llamó con un grito al capataz y se acercó a la galería.
Los hombres lo miraban con furia. Uno de ellos, el más viejo, tomó una pata de la mesa que acababan de romper y dijo solemnemente: “Un tributo a mis ancestros”, y le pegó al Patrón un fuerte golpe en la cabeza. A ese golpe siguieron muchos, la sangrienta muerte ya estaba definida.
El capataz llegó tarde. Amanda, volviendo de su misa, se encontró con los hombres que llevaban al Patrón hacia el caserío, como un trofeo, como un recuerdo de la histórica victoria de los débiles sobre el fuerte, de los pobres sobre el rico, de los indios sobre el blanco.
Amanda lloró. Ciertamente sintió remordimiento, pero más lloró de bronca. El llanto de Amanda no conmovió a nadie. Vivió y murió sola, en su gran estancia despoblada.
El proyecto era simple: agarrar la topadora y arrasar con todo lo que hubiera en el pequeño poblado del norte donde, a lo sumo, unos treinta indígenas vivían sin respetar las leyes que manda la etiqueta y la religión.
Doña Amanda era estricta. En su campo se podía vivir siempre y cuando se casara uno por iglesia y no tuviera más de una mujer.
Hacía rato que venía insistiendo con el tema a su marido, el Patrón, pero él la ignoraba como ignoraba todo lo que lo rodeaba, excluyendo su hacienda y sus plantaciones, y alguna que otra actividad que lo entretenía en los largos meses del campo.
Había accedido al pedido de Amanda porque, según él recordaba, esta era la segunda oportunidad en la que ella insistía tanto con un asunto. La primera había sido una disputa sin importancia por unos caballos con el dueño de la estancia vecina. Amanda reclamaba una tropilla que, decía, había ido a parar al otro lado del alambrado quién sabe cómo. Había que reconocerle su gran memoria, identificaba a todos los caballos de la estancia, eran su especial debilidad. Como no tenían hijos prácticamente dedicaba su vida a cuidarlos. Así que aquella vez el Patrón había ido a hablar con el vecino y había recuperado la tropilla. Un episodio aislado en su rutinaria vida, Amanda no solía interferir en los asuntos de la estancia.
Ahora, después de escuchar interminables súplicas, había accedido a echar de su campo a esos “indecentes”, según el decir de su esposa. También había pensado que, complaciendo a su mujer, podría recuperar unas cuantas hectáreas del campo, justo dónde estaba la laguna, y podría ir a pescar sin las inoportunas miradas de la gente que lo veía pasar y casi lo veneraba.
Amanda había venido a saber por medio de la mujer del capataz que los indígenas no respetaban las leyes de Dios. O al menos no las del Dios de Amanda. Los habían visto una vez rezando a la Virgen de Santa Rosa, pero también era sabido que convivían sin estar unidos por la Santa Iglesia Católica y eso era algo que no podía tolerar.
El Patrón fue al pueblo y alquiló una topadora.
Unos días antes el capataz fue el encargado de avisarles a los indígenas que debían irse, so pena de morir aplastados en sus ranchos de adobe.
Sobra decir que la noticia no tuvo una buena acogida entre la pequeña población. Las mujeres lloraban, desesperadas, una semana es muy poco tiempo para buscarse una casa.
Los hombres, más drásticos, agarraron las escopetas y fueron a hablar con el Patrón.
Lo encontraron sentado mirando la televisión, aburrido en su living, solo.
El Patrón los vio venir pero no se movió. Tenía años de campo y sabía que las cosas se arreglaban con distancia y frialdad.
Los dejó llegar hasta la galería y se levantó, con la mirada pétrea. Escuchó las razones de los hombres y con la voz grave y pausada respondió: “Ahí tienen la capilla. Arreglen sus asuntos y se quedan, no los arreglan y se van”.
Los hombres no estaban dispuestos a escuchar sermones. Volvieron a exponer sus razones, por demás justas, pero esta vez un poco más violentamente.
El Patrón no se inmutó. Les dio la espalda tranquilamente y volvió a sentarse en su sillón, sin responderles siquiera. Ya había dicho lo que tenía que decir, no iban a venir a decirle a él qué era lo que debía hacer en sus tierras, ni estos hombres con escopetas, ni nadie.
No era por Amanda que se mantenía tan firme, sino porque no le gustaba que contrariaran su voluntad.
Los hombres se quedaron en la galería, con las escopetas en la mano, sin saber qué hacer. Se miraban sin hablar, esperaban al capataz que no llegaba, aunque no sabían para qué lo esperaban, adivinaban esa espera inútil.
No podían volver sin respuesta a sus mujeres e hijos. Mejor dicho, no podían volver con esa respuesta. Se sentían humillados, sentían que la tensión a la sombra de la galería crecía cada vez más y que algo tenían que hacer.
Una pareja de hombres que estaba cerca de la ventana tomó una mesa de madera que había en la galería y la tiró contra la pared, haciendo mucho ruido y despedazándola.
El Patrón se sobresaltó, llamó con un grito al capataz y se acercó a la galería.
Los hombres lo miraban con furia. Uno de ellos, el más viejo, tomó una pata de la mesa que acababan de romper y dijo solemnemente: “Un tributo a mis ancestros”, y le pegó al Patrón un fuerte golpe en la cabeza. A ese golpe siguieron muchos, la sangrienta muerte ya estaba definida.
El capataz llegó tarde. Amanda, volviendo de su misa, se encontró con los hombres que llevaban al Patrón hacia el caserío, como un trofeo, como un recuerdo de la histórica victoria de los débiles sobre el fuerte, de los pobres sobre el rico, de los indios sobre el blanco.
Amanda lloró. Ciertamente sintió remordimiento, pero más lloró de bronca. El llanto de Amanda no conmovió a nadie. Vivió y murió sola, en su gran estancia despoblada.
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